El marco normativo que rige el patrimonio arqueológico en el Viejo Continente se nutre, se inspira o depende en buena medida de Cartas y Recomendaciones emanadas de diversos organismos como el Consejo de Europa o la Unesco, fundamentales para entender ese espacio político común, y siempre controvertido, en el que nos integramos. Son textos no vinculantes, cuyo espíritu queda recogido a voluntad de cada país en sus respectivas legislaciones nacionales y/o autonómicas; así sucede en España, donde el contexto legal y administrativo de la arqueología y el patrimonio es bastante complejo, lo que no resulta sinónimo en absoluto de éxito asegurado en su gestión, protección e investigación. Conviene, pues, conocerlos porque en algunos de ellos radican las claves de esos nuevos aires que parecen poco a poco impulsar el barco de una arqueología marcada hasta ahora por su fuerte carácter elitista, su cerrazón y su vivir de espaldas con relación al entorno y la sociedad que la sostiene. Los primeros fueron el Convenio para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado (La Haya 1954), la Recomendación de la Unesco que definió los principios aplicables a las excavaciones arqueológicas (Nueva Delhi 1956), o el Convenio Europeo para la Protección del Patrimonio Arqueológico (Londres 1969), ratificado por España el 18 de febrero de 1975, hecho que lo convierte en el único válido a la hora de su aplicación práctica en nuestro país. Años más tarde (13 de abril de 1989), el Comité de Ministros del Consejo de Europa suscribió e hizo pública la Recomendación 5, relativa a la protección y puesta en valor del patrimonio arqueológico en el contexto de operaciones de ordenación urbana y rural, de gran trascendencia para Córdoba, por ejemplo, por cuanto considera la salvaguarda y puesta en valor del patrimonio arqueológico heredado un factor determinante en el desarrollo cultural, turístico y económico de los lugares históricos. Interesantes son también la Recomendación relativa al intercambio internacional de bienes culturales (Nairobi, 1976), y la Carta para la protección y la gestión del Patrimonio Arqueológico, del Internacional Council on Monuments and Sites (Icomos, 1990), en la que por primera vez aparece una definición completa y detallada de lo que hoy entendemos por patrimonio arqueológico, y, aún más importante, se considera a la difusión en paridad con la investigación y la conservación.

De enorme alcance en su momento fue la Convención Europea para la Protección del Patrimonio Arqueológico (La Valetta, 1992), promulgada de nuevo por el Consejo de Europa y firmada pero no ratificada por España, por lo que no es de aplicación legal dentro de nuestras fronteras --tampoco, paradójicamente, en Italia o Grecia--. Su texto está siendo muy contestado en los últimos años desde diversas instituciones y organismos, caso de la EAA (European Association of Archaeologists), fundada en 1995 y presidida actualmente por el español Felipe Criado Boado, o el EAC (Europae Archaeologiae Consilium), que critican sin ambages el modelo arqueológico que emanó de ella debido a que margina de forma expresa el papel de la sociedad. De ahí la Convención de Faro sobre el valor del patrimonio cultural para la sociedad (2005), de la que hablaré monográficamente otro día, y la Carta de Bruselas (2009), firmada por representantes políticos de Bélgica, España, Francia, Italia y Portugal, reunidos en la ciudad belga tras el impacto brutal de la crisis con motivo del I Foro sobre Economía del Patrimonio Cultural en Europa. Allí se creó una Red Europea materializada en el Proyecto EVoCH (Economic Value of Cultural Heritage), aprobado por el Parlamento Europeo de Bruselas en abril de 2012 para el estudio del papel que el patrimonio cultural, entendido de forma integral como la herencia y la memoria del pasado en sentido amplio, que implica de manera transversal a la sociedad en su conjunto, al paisaje y al territorio, ejerce en la economía de los diversos países.

De todos estos documentos se desprende como idea básica la obligación ineludible por parte de arqueólogos e instituciones responsables de: dar a conocer a la sociedad los resultados de la investigación arqueológica, activar programas de difusión sobre el mismo, y educar a aquélla en el conocimiento de su legado colectivo y sus señas de identidad, para que desarrolle conciencia cívica, aprenda a respetarlo, lo haga suyo en un ejercicio activo de apropiación simbólica o patrimonialización, y pueda disfrutarlo; porque nadie en su sano juicio roba, maltrata o destruye lo que considera en propiedad o parte fundamental y determinante de su futuro y de su idiosincrasia.

* Catedrático de Arqueología de la Universidad de Córdoba (UCO)