El afán del Gobierno, nuestras élites y los cuenta cuentos de ambos por desearnos un felicísimo mes de agosto (cuando España se para), viene produciendo los últimos días paradojas extraordinarias. Así, se nos cuenta en la llamada prensa seria -sin asomo de ironía- que la banca española ha superado con nota las pruebas de resistencia a catástrofes económicas que se han realizado a los principales bancos europeos. Ocurre esta noticia en el mismo espacio de tiempo que nuestra banca da uno de los resultados trimestrales más patéticos de los últimos años; tan malos han sido que, cosa insólita, han hecho saltar del cargo al consejero delegado del Banco Popular.

También la EPA deja el paro en un 20%, todo un hito; sin embargo, resulta que se crea menos empleo que el año pasado en iguales fechas. Rajoy se apresta marcial a formar gobierno pero no asegura que, al cabo, acuda al debate de investidura en el Congreso de los Diputados. Y como quiera que esta circunstancia pudiera inquietar al personal durante las vacaciones, sus adlateres se apresuran a amenazar con el Código Penal a la presidenta del Parlamento catalán, la señora Forcadell, por permitir que la cámara autónoma aprobara una declaración unilateral de independencia de Cataluña. Se sustituye, así, la guerra de banderas del País Vasco, que sucedía todos años por estas fechas para salvar la cara de los extremismo de aquí y allá, por la batalla contra una Cataluña separatista.

Lo importante es que nunca cese el espectáculo y el prodigar de emociones fuertes. Porque las imágenes de carreristas en las olimpiadas de Brasil, el yuyu que provoca el zika, la emoción que aportarán las medallas que puedan conseguir nuestros atletas no tendrán la contundencia suficiente para contener la frustración del personal ante mayores fracasos políticos aún.

Y es que la nueva opinión pública -ese humano vacío de futuro que somos- necesita llenar de tal manera su presente de emociones y baratijas que no existen ilusionistas o magos que alcancen a conseguirlo. Así pues, el espectáculo y el sentimentalismo se adueñan del espacio público y político para prodigarse desde su atalaya en besos y pésames cada día más aparatosos y llamativos. Ahí está Donald Trump llenando estadios de estultos que agradecen con frenesí el rebuzno, y el «demonio» de Putin que aprovecha la ocasión para aventar las intimidades de Hillary Clinton con la intención de reventarla.

Efectivamente, no hay un juego de Pokemon tan monumental que pueda entretener a tantos tartufos occidentales, ni peluqueros tan mañosos y eficaces que consigan que la cabeza de Hollande parezca cesarina o Rajoy pueda disimular el amoniaco de su tinte. H

* Periodista