En uno de los trabajos recopilados en su libro Imágenes y palabras, a la definición aristotélica del hombre como un animal que habla, Emilio Lledó le añade que «es además un animal que escribe, que es capaz de arrancar la palabra de la instantaneidad biológica de su pronunciación, y dejarla fijada en un escrito para unos ojos que la entenderán sin necesidad de lengua y labios que la articulen, que la vivan». El texto escrito se ha identificado con lo perdurable, con algo que se transmitía de una generación a otra, dado que no era posible guardar el lenguaje hablado, pues no existía la técnica necesaria para conservar el discurso. Por eso nos dice el mismo filósofo: «El escrito es un legado para la memoria. En él quedan conservados aquellos descubrimientos de la sensibilidad que, para expresarse, necesitan el tiempo lento del recuerdo y el diálogo interminable con el futuro». La lectura de esas consideraciones filosóficas sobre la escritura han coincidido en el tiempo con situaciones que me han hecho reflexionar sobre el hecho de escribir, porque unos días después de que subrayara esas frases, una alumna de hace años (casi cuarenta) me preguntó si aún conservaba la misma letra pequeña con la que le hacía indicaciones en los exámenes, y no digo correcciones porque ella era excelente. Le dije que sí, y en efecto mi letra se mantiene, no se ha deformado y siempre que puedo escribo a mano y con pluma, por dos razones: por la comodidad de no hacer esfuerzo para que corra la tinta y por estética.

Recuerdo muy bien mis inicios en el aprendizaje de la lectura, pero no me ocurre igual con el de la escritura. La imagen que conservo es posterior al parvulario, de mi etapa infantil, en la que entonces se llamaba enseñanza elemental, cuando todas las tardes, después de que la clase entera recitara en coro la parte correspondiente del catecismo, debíamos copiar en el denominado cuaderno de limpio (de dos rayas) todas las actividades desarrolladas lo largo del día, y lo hacíamos con una pluma que mojábamos en el tintero situado en el centro del pupitre. De aquellos años tengo muy presente el esfuerzo que me costó adoptar la postura de los dedos adecuada a la hora de coger el lápiz o la pluma, pues colocaba el pulgar sobre el índice, cosa que me corrigió una monja a la que temíamos, sor Isabel, y en consecuencia el miedo me llevó a modificar mis hábitos, nunca olvidaré lo que sentía cada vez que, en silencio, se acercaba a mí para comprobar que no volvía a la vieja costumbre.

No solo es una cuestión técnica, escribir significa asimismo la posibilidad de comunicar, de dar a conocer algo. De eso se trata cuando en el ámbito de la investigación publico alguno de mis trabajos, de hacer llegar a otros profesionales, y a los ciudadanos interesados en general, los pasos que he dado en el conocimiento de un determinado tema. Cuando la comunicación es privada recurrimos a las cartas, algo ya por desgracia casi en desuso, pues hoy día se prefiere lo instantáneo, es decir, el recurso al móvil, por eso en la actualidad pienso que se escribe más, pero no ha habido un aumento cualitativo. Escribir forma parte de mis tareas cotidianas, no pasa un día en que no haya escrito algo. Por ejemplo, cada domingo me siento a redactar estos artículos que en su inicio escribía a mano en unos cuadernos que conservo, luego los corregía y los pasaba a máquina. Hoy los escribo ya directamente en la pantalla de mi ordenador, luego corrijo, y a pesar de todo alguna que otra vez cometo errores, pero también obtengo satisfacciones, como el alumno que me dice que cada martes lee lo que escribo, o ese lector que afirma pasar buenos ratos con mis artículos, tantos como para tener el detalle de regalarme una botella de aceite fresco, lo cual agradezco más que cualquier otra cosa.

* Historiador