Escocia se levanta más moderna y libre, más en el sustrato de su propio momento. La independencia no la habría sacado únicamente del mapa, sino también del mapa del tiempo, parafraseando la novela de Félix J. Palma. Llama la atención que, para afrontar la situación del siglo veintiuno, se haya acudido a un concepto decimonónico: la independencia de los pueblos, cuando ahora estamos en la interdependencia. A todo nacionalismo puede oponerse otro: al periférico el central, y a la inversa. Ninguno es la solución, y de alguna manera tendremos que marcar la vida fronteriza y mercantil. Después del referéndum, todos en Escocia han ganado, excepto Cameron, que no supo jugar su órdago a la fuerza hasta la última mano, cuando lanzó la baza emocional reconvertida en súplica. Y tras haberse negado a conceder un grado de autonomía mayor, ahora Escocia la desarrollará, pero habiendo cruzado la línea transversal de una consulta que marca la sociedad en su grieta futura, en un temblor latente bajo el frío.

Hace unas semanas, preguntado Joaquín Sabina por la consulta de Cataluña y la campaña a favor de su independencia, contestó que cada uno puede hacer lo que quiera, pero que, de fondo, se trata de un aldeanismo que se cura leyendo y viajando. He pasado parte del verano en Escocia y no he visto tanto movimiento ciudadano, escenificado en la vistosidad pública, como sí he ido apreciando, últimamente, en Cataluña. Quizá una de las diferencias --no la más importante, pero no poco significativa-- sea el elemento emocional, cimentado sobre la construcción intensificada de una identidad. En el referéndum escocés, el discurso del no se ha sustentado sobre una base económica, en riesgo de catástrofe de haber triunfado el sí; pero el rescoldo de una identidad, esa presencia íntima de un pueblo en su manera de relacionarse dentro y fuera de sus límites geográficos, y en contraposición a la política central, no era algo que se pusiera en duda. En Cataluña, en cambio, tengo la impresión de que la identidad, como necesidad de reivindicación, de un ajusticiamiento en pasado continuo, es un asunto fijo del debate.

No son pocos los oprobios históricos de la vieja Inglaterra sobre el pueblo escocés. Pero no he visto, en Escocia, grandes congresos de especialistas alineados, sufragados con dinero público, alimentando un odio interterritorial remontado a batallas del siglo dieciocho. En Cataluña sí se ha hecho, se hace y se seguirá haciendo, en el afán de convencer a la gente de una prolongación de la injusticia que ahora, convertida en sentimiento ciudadano, se les ha ido de las manos a los organizadores. ¿Cuál era el propósito inicial de todo esto? Desde fuera pudimos verlo claro: establecer una cortina de humo, desde el Gobierno de Artur Mas, que impidiera una verdadera crítica consciente de su nefasta gestión. Al crear un enemigo a las puertas, y lanzarle la gente a las murallas, nadie se preocupa de vigilar el arca del tesoro público, que había quedado en manos de Pujol y su prole, mientras los que ahora gritan sus proclamas se sentaban, también, en el sillón del trono soberanista. Pero eso es otra historia, o la historia que no quieren contar, mientras se jalea a los vecinos a la calle mayor del pretexto y la carnaza.

En el Fringe de Edimburgo se representan cientos de obras de teatro cada día. Es una explosión de escenario y color, con los avances en las aceras, como una dramaturgia ciudadana que se alimenta de su escenografía total. Nada hay de aldeanismo en este festival, porque cuaja el encuentro de culturas, músicas, poesías y lenguajes diversos. Ya estamos en eso: hoy cogemos aviones con más normalidad que antes se tomaba el tren carreta, se vive y se trabaja en otras tierras y nuestro teatro cívico se amplía. Vamos hacia otro romanticismo, que no es, precisamente, la exaltación del terruño telúrico. Ahora la tierra es toda, en sus conflictos, nuestra, en su dolor y en su devastación. El nacionalismo seguirá siendo --no ha sido otra cosa-- una causa de muerte, levantado por discursos megalómanos, engordados de ego, que luego envían a otros a librar sus batallas. El legado de Europa, que escribió Stefan Zweig, ya no está en la disgregación vecinal, sino en la asociación de territorios enhebrados por su seguridad jurídica.

* Escritor