Acabo de regresar de Londres: una ciudad ideal para compartir unos días con tus hijos adolescentes, y ajustar el bolsillo en esa sucursal de la comida italiana que es la metrópoli londinense. La última vez que visité la capital británica aún vivía la Reina Madre; y Diana Spencer había rajado su foto familiar con el Príncipe de Gales. No es ajena Londres a ese palimpsesto de las segundas visitas o las relecturas de las grandes novelas que terminan comiéndose la primera memoria, que no así las sensaciones yuxtapuestas. Porque los hombres olvidamos, pero sentimos.

Hay paradas sentimentalmente obligatorias en un recorrido tan marcado como los cánones del Teatro Clásico: la estatua de Peter Pan en la Serpentina de Hyde Park se asocia con la noche de verano de Shakespeare, y el silueteado vuelo sobre el Big Ben. Segundas etapas para resistirse y, como Wendy, gozosamente aceptar que también tus hijos van quemando sus etapas. Pero no solo reluce en Londres el onirismo victoriano: me encontré con una malagueña que vendía helados en St James Park, y reconoció que Londres podía ser muy duro para los españoles que no toman el metro con cámara fotográfica. Mas ella misma me indicó que solo había comprado el pasaje de ida del avión.

Litigios territoriales y excentricidades aparte, mi empatía con el pueblo británico pivota en el mimo hacia la Historia, comulgando con el somos lo que fuimos. Sin embargo, ese derroche de trascendencia se masifica en la abadía de Westminster, tan arracimado de túmulos insignes como las densidades de la primera línea de playa de Benidorm.

Uno no se siente extraño en esa poliédrica urbe que lleva tiempo estirándose hacia los cielos. Sí he percibido cierto cambio en ese paisaje multirracial. En los días de las Torres Gemelas a.m. había cierta ucronía en esos hermosos parques impresionistas, el sumatorio de burkas y hiyads incorporado al solaz esparcimiento de los domingos. Hoy, en un sector del Islam, ese ocio compartido parece haberse retirado hacia sus cuarteles de invierno. Su lugar lo han ocupado pipiolos visitantes asiáticos, que arramplan con las tiendas de recuerdos, mientras los españolitos seguimos mirando por el euro.

Londres también es una buena ciudad para despojarse de tanto prejuicio semántico, que enaltece al viajero y mira con desdén al turista. No hay nada malo en alimentarse de los tópicos y sumarse al circuito de las visitas obligatorias, que desprecian los divinos por esnobismo. Con todo, esas supuestas diferencias se vienen achatando. Antes, una ardilla se recorría la península ibérica sin bajarse de los árboles, lo mismo que un turista no podía prescindir del auxilio de una agencia. Hoy, cualquiera puede autogestionarse su propia aventura sin más ayuda que una conexión inalámbrica.

* Abogado