Desde los más encumbrados sitiales (papas, reyes, presidentes de bancos y compañías de ámbito planetario) hasta los escalones medios de las jerarquías estatales y toda suerte de organizaciones públicas y privadas, la condición de «emérito» se ha extendido en poco tiempo ante nuestros ojos como expresión muy representativa de los usos y anhelos de la actual sociedad. Antaño recluido en los dominios académicos, el emeritaje ha encontrado, como acaba de decirse, un crecimiento exponencial en los días que corren, con la consiguiente y lógica pérdida de la intrínseca calidad de su genuino ser. Y tal vez haya sido justamente en los medios universitarios en los que tan pesaroso fenómeno haya incidido más precoz y fuertemente.

Al menos en España no cabe la menor duda al respecto. Por causas debidas, en esencia, al proceso de descaecimiento que nuestra Alma Mater sufre desde ha más de medio siglo, se convierte en el presente en un adocenado documento que los centros de Enseñanza Superior refrendan a mansalva para no alterar la quietud de los claustros y, en ciertos casos, pacificar las tensiones menos nobles de los departamentos más remecidos por objetivos ajenos a la naturaleza propiamente dicha de una institución consagrada a la vida del espíritu y al acrecentamiento de los saberes más límpidos y estimulantes. Hay, por fortuna, no escasas y hasta egregias excepciones que todavía sostienen la antorcha de la acribia más ambiciosa para que el sagrado destino de las próximas generaciones no se encuentre amputado de conocimientos, ideales y metas que aseguren un porvenir abierto a sus sueños y capacidades; pero son eso: excepciones, salvedades, islas que no permiten una mirada discretamente optimista o esperanzada ante los retos y envites de un futuro ya amanecido con toda suerte de turbadores fantasmas y negras incógnitas en los sectores más responsabilizados de una España que solo semeja ver, en el inminente verano de 2016, cómo en sus poderosas agencias de viajes el lenitivo más eficaz a sus muchas y graves dolencias educativas y de todo radio y condición... Así, claro, no hay ni puede haber un clima medianamente propicio a la reforma o la regeneración, en especial, si ambos términos aspiramos a escribirlos con mayúscula...

Los eméritos de España son, a la fecha, en su sociedad un valor devaluado y sin fecundidad o rentabilidad alguna. En ningún foro acreditado se escucha su voz ante los problemas del país; ninguna pantalla recoge su participación institucional en mesas redondas y debates de amplia audiencia; ningún periódico de eco nacional se enriquece, de sólito, con las opiniones y juicios de los miembros -cuando menos administrativa y burocráticamente-- más distinguidos del que debiera ser por más de un motivo el verdadero Senado de la creciente y lamentablemente más desustanciada colectividad española del arranque del siglo XXI.

* Catedrático