En una sociedad como la española hodierna crecientemente invadida por la hosquedad y agrietada en extremos básicos de su convivencia cuotidiana, al anciano cronista le ha sido dable contemplar y experimentar al principiar la primavera los incontables efectos positivos de la amabilidad de sus conciudadanos.

En el comienzo de un viaje de su Sevilla natal a la prodigiosa Córdoba de su residencia actual, el joven responsable de uno de los departamentos de la criticada y, no obstante, eficaz Renfe prodigó atenciones sin fin ante un problema inicialmente complicado, resuelto por su amable y empática gestión, modelo de savoir faire y, sobre todo, de proximidad cordial con la persona atribulada. Tan feliz arranque tuvo inmediata y no menos afable continuidad. Una de las azafatas del tren en cuestión, situada en la puerta de su coche más inmediato a la llegada de pasajeros, saludaba puntual e impenitentemente a todos y cada uno de los usuarios con la mejor de sus sonrisas, expresada al mismo tiempo que un eufórico «Buenos días». El relato semejaba no conocer quiebras ni alteraciones cuando, una vez partido ya el tren de la estación, la ruidosa radio de uno de los viajeros bajó drásticamente de decibelios a una muy correcta indicación de un viajero entrado ya en años y, por ende, alérgico a toda suerte de agresiones acústicas, hoy en plena expansión, pese a la muy alicorta y premiosa legislación con la que la muy infirme aun conciencia cívica en la materia aspira a protegerse de una epidemia contra la salud psíquica y la preciada intimidad, en camino ya de convertirse en la Península y sus dos Archipiélagos en una auténtica y lancinante pandemia.

Llegado el viaje a su fin, el articulista continuaría en tan inolvidable estado de ánimo, generado por el vivo sentimiento de ajeneidad de sus conciudadanos, en un acto concurrido por algunos de los sectores más creativos de una urbe estéticamente hechizadora hoy presa de la más excruciante tragedia de la comunidades hodiernas como es la encarnada por el paro y dominio arrollador de la «exclusión». Por un momento semejaba que los participantes en el acontecimiento mediático hubieren hecho un pacto tácito para preterir durante unas horas la amarga realidad de su entrañada ciudad y dedicarse a, gentilmente, preocuparse por los trabajos y los días de sus interlocutores, la mayor parte engolfados, amén de sus labores específicas, en el muy dulce tormento de la escritura, en prosa o, aventura entre las aventuras, poesía. Plácemes y buenos deseos cara a los afanes de sus colocutores constituían el núcleo de conversaciones y charlas en una hora en que la eterna «cuestión catalana» desazonaba corazones y mentes educados en el amor a una España unitaria. Cabeza siempre de la cortesía y amabilidad españolas, ¿podría encontrar en ellas Barcelona, «su cap y casal», en la mortificante coyuntura del presente, un lenitivo para su desastrada situación? Así también España entera encontraría el más poderoso motor para el remedio del más grave trence padecido por su convivencia en el último medio siglo.

* Catedrático