El mayor disparate de la Transición fue sin duda el mapa autonómico. Hay anécdotas divertidas sobre cómo hubo provincias que, en un principio, huérfanas de Comunidad Autónoma, pasaron algún tiempo en el limbo hasta que a alguien se le ocurrió, por ejemplo, como encajar a Albacete en Castilla La Mancha utilizando a El Quijote . Donde el dislate autonómico alcanza su mayor inverosimilitud es en las CCAA uniprovinciales; Madrid, Murcia, Navarra, La Rioja, Cantabria y Asturias, otrora 6 provincias, cuentan con 6 flamantes Parlamentos. Andalucía, por ejemplo, con 8 provincias y casi 9 millones de habitantes tiene un Parlamento en Sevilla. Es decir los 320.000 riojanos cuentan con un Parlamento equivalente al que disfrutan 8 millones y medio de andaluces. No es una broma aunque podría serlo.

Los que, queriendo contentar a todo el mundo y sabiendo que ellos no pagarían las facturas del festín autonómico, fraccionaron el país en 17 (+2) territorios no imaginaron jamás hasta qué punto su idea generaría desigualdad en el futuro. Muchos de ellos han muerto ya y no podrán avergonzarse de su proeza, los supervivientes sufren en silencio el sinsentido de haber fraccionado lo infraccionable.

Aunque, una vez más no seré políticamente correcto, en mi opinión solo hay dos CCAA plenas. Cataluña, no Catalunya, y el País Vasco, no Euskadi. Vascos y catalanes han tenido durante muchos años un lobby en Madrid representado por sus diputados de PNV y CiU, respectivamente. A cambio de mayorías para el PP-PSOE conseguían ventajas para sus territorios poniendo en entredicho la célebre falacia de que todos los españoles somos iguales ante la ley.

Reconozco la singularidad de estos dos territorios. Trabajé en corazón del País Vasco, a finales de los 80, como consultor externo en los hospitales de San Sebastián, Zumárraga y Mondragón; aprecié la belleza de un territorio que se hace mucho más visible al norte de Alava, disfruté de La Concha desde mi balcón del Hotel Londres Inglaterra, respiré el nacionalismo institucional y el orgullo de sentirse vasco de muchos compañeros de trabajo, percibí el rechazo de algunos independentistas abertzales cuando a escasos metros de mi hotel, en el casco antiguo, era reconocido como un forastero y tal vez un policía de paisano, como un perro o "txakurra", compartí el miedo de los guardias civiles a un posible atentado cuando, tras un pequeño accidente de tráfico, me llevaron en su coche (no precisamente blindado) al pueblo más cercano; la sensación de que en cada curva podía esperarles una emboscada les obligaba a una concentración extenuante.

He trabajado y vivido en Barcelona en varias etapas, todas ellas tan cortas como intensas, y me declaro un absoluto admirador de Cataluña, del Barça (desde Cruyff del 74), de Guardiola y de Messi, pese a ser del Madrid.

Los independentistas, aunque solo sean aproximadamente un tercio de la ciudadanía catalana, no tienen ningún problema en autoproclamarse un Estado independiente aprovechándose de la extrema corrección política del Gobierno de España. Lejos de intentar mantener relaciones de buena vecindad con el que sería uno de sus países limítrofes, el Parlamento catalán desafía, osado y orgulloso, a las más altas instancias del Estado español mientras el capital y las empresas huyen despavoridos de un territorio que pudiera quedar fuera del Euro y de Europa si las veleidades independentistas llegan a buen (o mal) puerto.

* Doctor en Medicina y Licenciado en

Derecho