Jueves Santo. Cristo camina a su total entrega. Todo él se ha convertido en soledad. En la última cena con los suyos, no puede evitar el lamento: «Uno de vosotros me traicionará». En el huerto de Getsemaní: «Me muero de tristeza». Ha sido injustamente traicionado, abandonado, golpeado, ridiculizado; hasta tentado de salvarse a sí mismo. Ahora, en el monte de la Calavera, su cuerpo es una pura llaga y su alma, un puro sufrimiento. No le queda más que dolor en su existencia. Despojado hasta de su piel, es clavado en un madero y alzado sobre el mundo. Pero precisamente desde ahí es de donde extiende la plenitud de su amor incondicional. La aparente derrota es el triunfo. Vayamos a su amparo. Cuando nos veamos extraviados por dudas y por culpas, es la hora de acercarnos y abrazarnos a su corazón; cuando una extraña sombra quiera convencernos de que quizás lo hemos perdido todo; cuando hemos llegado más allá de donde nunca creímos soportar, más allá de la última soledad y la última agonía; cuando miremos que atardece en nuestro tiempo y una triste voz nos tienta con que quizás toda nuestra vida ha sido fracaso tras fracaso; cuando pensemos que el amor pudiera ser sólo una espina en nuestro pecho, que se clava y se clava cada vez que respiramos, y un grito de angustia resuena en el más hondo silencio; cuando el miedo nos atenaza para no ser nunca libres; cuando dudemos de poder seguir con fuerzas; cuando un destino inesperado nos retuerce de dolor y nos deja tan pobres, tan pequeños, tan perdidos; cuando alguien se ríe de nuestra esperanza y nos dice que la alegría nunca nos ha pertenecido y sólo nos reconocemos en las lágrimas, entonces Cristo desciende de su cruz en busca de nuestra desolación. Nos acoge, nos abraza; sentimos el calor de su fidelidad. No pregunta, no reprocha, no habla; sólo nos cobija con su amor, comparte con nosotros nuestro sufrimiento, susurra como brisa entre amapolas: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu». Y nos dice que no tengamos miedo ni tristeza, porque él nos ha redimido. Entonces sabemos que jamás estaremos solos. Una paz, que sólo hallaremos en su pecho, nos alivia de la muerte. Cristo nos sube con él a la cruz, y desde esa altura crecemos en lo humano y amamos y volvemos a los días, a la esperanza, a los demás.

* Escritor