Es lo cierto que D. Juan Varela (1824-1905) y D. Francisco de Quevedo (1580-1645) pueden formar una extraña pareja en nuestras ricas letras. Ambos poseyeron quizá las mentes más poderosas y creativas de las muchas de igual tipo ofrecidas por la incomparable --en las edades moderna y contemporánea-- literatura española. Bien que su vena discurriera por pasajes contrastados y, a las veces, diferentes --crítica y ensayo con preferencia en el egabrense; poesía en el madrileño--, los puntos de unión entre sus envidiables talentos son numerosos. El dominio de las Humanidades clásicas al mismo tiempo que de los saberes y corrientes prevalentes en sus respectivas épocas, el empleo impar y fastuoso de la lengua castellana, y --amén de otros de enumeración cansina-- el límpido patriotismo --fogoso, incandescente, flagelador, incluso, en D. Francisco; represado y altivo, en D. Juan (¿quién cantó más conmovedoramente los males del Desastre?-- figuran, sin duda, entre los estrechos lazos que, a través de los siglos, uniesen a entrambos en el mejor y más deslumbrante escenario de la lengua y la literatura españolas en tiempos, para uno y otro, de plenitudes. Más sorprendente en el ático autor de Pepita Jiménez , los dos mostraron en las múltiples polémicas en que sus airadas épocas y acaso también sus temperamentos --sofrenado, en el primero; arrebatado, en el segundo, conforme es harto sabido-- los envolvieron, una acusada catalanofobia. Descarnada y abrupta por el mayor poeta satírico de un Olimpo --el hispano-- muy abundante en ellos, no lo fue menos, sin embargo, en una pluma detenida siempre ante el mal gusto o la exageración como la del escritor cordobés (por supuesto, que sin trazos gruesos ni vis ennegrecida a caño abierto, pero con mandobles dialécticos y argumentos sin excesiva atención al matiz por el autor más "europeo" y cosmopolita de la España del siglo XIX). Personalidades tan cimeras de la cultura hispana semejan avalar así cualquier lógica y hasta legítima discrepancia de la valoración del aporte catalán al acervo e identidad nacionales y hasta ataques y afrentas, cuando ya no agresiones, al carácter e historia de una de las parcelas más sustantivas en todo tiempo del refulgente mosaico español.

Afortunadamente, esta misma e inagotable pluralidad determina que un escritor y unos textos de semejante y aún --si ello fuera posible en el planeta de los genios, reacio per naturam a las comparaciones-- mayor enjundia y trascendencia que los antecitados, Cervantes y sus muchas páginas in honorem del Principado y sus gentes --primordialmente, las asentadas en sus cap y casal de Barcelona-- puedan y deban traerse al recuerdo para testimoniar el insuperable grado de aprecio por la gran región y la catalanofilia del escritor hispano más representativo y "emblemático", y, en pos de él, innumerables otros de singular y esclarecido valor. El autor considerado por gran parte de los escoliastas recientes más reputados de la idiosincrasia nacional como su "clave" más profunda, en días de recapitulación biográfica, en su última mirada atrás de su golpeada existencia describió a los catalanes en Persiles y Segismunda , que tanto gustase a un Azorín, que nunca, por otra y significativa parte, acabó por hacer suyo el siguiente juicio: "(...) los corteses catalanes, gente enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo" (lib. III, capítulo 12).

Por ventura de nuestra literatura --expresión, indubitablemente, con el arte, del ADN más genuino de ser histórico español--, ésta se muestra como inagotable cantera para extraer mena catalanófila. Se hizo así por la comunidad española en centurias pasadas y así ha de continuar siéndolo para todos los que amen alquitarada, honda, agradecidamente, a la tierra en que nacieron, al margen de fechas y lugares.

* Catedrático