A sus casi 95 años, que cumplirá el 29 de junio, Pablo García Baena será investido hoy doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca, que le otorga «por derecho de honor» un reconocimiento que el poeta ha confesado recibir «con emoción y sorpresa». Y no será porque el último representante vivo, junto con el pintor Ginés Liébana, de ese oasis literario de Córdoba que fue el grupo Cántico no esté acostumbrado a distinciones, que le llueven desde hace décadas. Pero es que pocos templos españoles del saber disfrutan de tanta leyenda como el salmantino, entre cuyos centenarios muros se pasearon Fray Luis de León, san Juan de la Cruz y Unamuno; y entrar con todos los laureles en este santuario castellano, que impresionaría al espíritu más ilustrado, debe de ser uno de los mayores galardones que pueda recibir un alma sensible como la del poeta. Un hombre culto y acostumbrado a moverse entre libros, que ya no sabe dónde guardar en su casa, pero que, por culpa de los desgarros de la guerra y la posguerra, no pasó de la escuela Hermanos López Diéguez, en su querido barrio de San Andrés, y del colegio de la Asunción, germen del instituto Góngora.

Pero el doctorado honoris causa por Salamanca, que recibirá un tímido y recatado nonagenario que ya está por encima de títulos académicos o de cualquier tipo, va más allá del reconocimiento a una figura señera de las letras hispanas fuera de las fronteras locales. Y desde luego trasciende el homenaje personal a un anciano entrañable y lúcido que, hoy como siempre hizo, procura pronunciarse lo menos posible en público -en privado, con amigos y en su salsa, es el más animado de los anfitriones-, aunque si lo hace habla claro, con una lírica pegada a tierra que a nadie deja indiferente. Y es que Pablo García Baena es Córdoba, de la que ha vivido enamorado, dejando huella de esa pasión no siempre correspondida en sus versos, de forma que leerlo es recuperar la esencia de esta ciudad tal como era antes de que las vanguardias arquitectónicas y urbanísticas, tan denostadas por este trovador romántico, se fijaran en ella. Nuestro Premio Príncipe de Asturias y Reina Sofía de Poesía Iberoamericana es un monumento cordobés más, del que, sin exagerar, hay quienes presumen como de la Mezquita o de Medina Azahara («mis contemporáneos», diría él echando mano de su punzante humor). O, dicho en términos actuales, García Baena es marca Córdoba. Por eso, cualquier honor para él lo es también para la ciudad, porque ambos nombres van enlazados.

Es mérito suyo, de la palabra sensual de este «antiguo muchacho». Pero no solo suyo. También le ayuda el haberse sobrevivido a sí mismo y ser el último testigo de una Córdoba ya desaparecida, la de aquel grupo de amigos que, bajo la denominación de Cántico, extendida a su revista, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo pusieron luz y belleza a una existencia gris y reprimida. Homenajes como el que la pasada Feria del Libro tributó a Ricardo Molina en el centenario de su nacimiento -que la Real Academia prolongará con unas jornadas- o el que la localidad de Bujalance dedica desde mañana, como todos los años, a Mario López, dan cuenta de la actualidad de una poesía redentora que, hoy, en circunstancias políticas y sociales muy distintas pero igualmente necesitadas de la búsqueda de otros paraísos, sigue cautivando al lector.