En un lejano entonces, no concebíamos la feria sin la calle del infierno --así la conocían por lo ruidosa--, que instalaban en la recién bautizada avenida de la República Argentina. Allí, las atracciones para mayores se alternaban con su versión infantil, que solíamos llamar los cacharritos --papá, llévame a los cacharritos--. En la acera de los jardines, enjaretaban casetas variadas: la que exhibía la mujer más gorda del mundo; la del museo de cera con todas las secuencias de la cogida y muerte de Joselito; el recinto de los espejos que, al vernos desfigurados, nos desataban la risa; las del tiro al blanco que, en verdad, era a las serpentinas que, para ser premiados, había que romper clavando pequeños dardos, con un plumerillo de colores, disparados por antiquísimas escopetas de aire comprimido. Pero las grandes atracciones que nos encandilaban, y a las que debíamos subir acompañados, eran los coches de choque que corrían por la pista metálica del recinto con olor a goma quemada; los coletazos del vertiginoso látigo Pérez; las grutas mecánicas, donde, muertos de miedo, nos rozaban, en la oscuridad, demonios, fantasmas y esqueletos, mientras recibíamos escobazos; los clásicos caballitos de sube y baja, con espejos y estética rococó, copia de los que, en el Prater de Viena, frecuentó Alma Mahler, musa de músicos y pintores. Además, el tobogán, que nos descendía en un periquete de la cúspide al suelo sentados sobre una alfombrilla y los más variados carruseles, llamados "la ola". De entre ellos, era singular el de la mariposa, que ocultaba con un toldo a las parejas que lo frecuentaban y cuya pícara razón de ser la descubrimos siendo adolescentes. Todo, pues, distinto a los artilugios actuales que dan vueltas de campana, pendulean o descienden a extrema velocidad. A nosotros, los antiguos, con solo verlos, nos sube la adrenalina.

* Escritor