Uno de mis libros favoritos es El chico que cayó del cielo (Kailas, 2006), de Ken Dornstein. No es una obra maestra que figure en los anales de la literatura, pero sí es un texto muy singular en el que el autor trata de reconstruir obsesivamente la memoria y las circunstancias de la muerte su hermano David en Lockerbie, Escocia, en 1988 cuando el avión de Pan Am en el que volaba explotó. Ken era un adolescente y durante varias décadas le persiguió la idea de concluir todo lo que su hermano mayor, un joven muy inquieto, había dejado interrumpido: es decir, su vida entera. El relato habla de ese larguísmo, confuso, intermitente proceso de duelo, un intento de aceptar y comprender cómo y porqué su hermano había muerto de una manera tan arbitraria. Nos cautiva Dornstein por su honradez y dignidad al contarnos esa indagación íntima en lo perdido, los recuerdos cada vez más desdibujados de su hermano, sus fallidas tentativas de ser escritor, y en paralelo el desarrollo de la investigación oficial del accidente y el juicio a dos libios 10 años después.

Cuando en un accidente mueren personas con las que, conocidas o no, podemos identificarnos, nuestros temores más irracionales se disparan. El martes al conocer la catástrofe de Germanwings impulsivamente sentí el deseo de pedir a un ser querido que por trabajo se pasa el día volando, que no viajara tanto. De inmediato me acordé de que el jueves yo misma tomaba un avión y el lunes otro y eso no me causaba inquietud. Como tampoco me causaba preocupación la integridad de un joven amigo piloto que en breve se incopora a su primer empleo. Los profesionales saben lo que hacen y nunca temo por ellos, como no temo por mí cuando estoy en sus manos.

Un accidente de esta magnitud es un recordatorio de que la pérdida existe porque la hace pública y colectiva. Pone en marcha nuestro pensamiento mágico porque tomamos conciencia de que somos vulnerables y no controlamos la vida tanto como nuestro mundo desarrollado y tecnológico nos quiere hacer creer. Reconocer esa fragilidad nos iguala a todos si no en la ganancia, sí en la desventura, y por eso las 150 personas que han caído del cielo y sus familias nos evocan la complejidad de todas las pérdidas.Quizá la única forma de dominar estos miedos sea sentirlos y hacerles frente como Dornstein, hacer acopio de humildad y honestidad y estar por un tiempo tristes, pero tristes por dentro, en lo más profundo, no en la aparatosidad y morbosidad de los medios de comunicación, ni en la teatralidad y exhibicionismo de algunos políticos y autoridades que corren a hacerse una foto, aunque sea en un funeral. (El año pasado murieron 1.131 personas en accidentes de tráfico. Esta elegía también va por ellos).

* Escritora y guionista