Me perdonan la frivolidad, pero es que una está empezando a cansarse de las cantinelas, y, por encima del razonable miedo que da la situación en Cataluña, no puede evitar fijarse en lo antiguos que suenan todos los mensajes, que parecen lanzados por los sans-culottes (en este caso, con culottes de diseño) de la Revolución Francesa. No sé cuántos desempleados desesperados, cuántos catalanes al borde de la miseria estarán lanzándose a las calles de Barcelona para reclamar libertad contra la España opresora, aunque todo hace pensar que son los hijos del Estado del bienestar los que claman contra el Gobierno central que los aplasta. O algo así. Que la protesta parece cosa de ricos, vamos, aunque la lidere la izquierda antisistema. Sin embargo, imagino que aquí, en Córdoba sin ir más lejos, es posible que incluso familias hundidas por el paro de larga duración o por la imposibilidad de equipar a sus hijos para el colegio lleguen a preocuparse por la deriva soberanista. Ironías de la vida.

Así que, cuando el otro día el diputado de Esquerra Gabriel Rufián le espetaba a Mariano Rajoy, con esa voz y ritmos retumbantes que evocaban a don Juan Tenorio, eso de «saque sus sucias manos de las instituciones catalanas», me decepcionó mucho que la respuesta del presidente del Gobierno no fuera algo así como «¡Pardiez! ¡Ante esa ofensa no queda sino batirnos!», como repite el Quevedo de las novelas de Pérez-Reverte. Hubiera estado en consonancia.