Cada celebración guarda un temblor propio de fragilidad. Te sientas a la mesa y enciendes el reflejo de ti mismo: de lo que has sido, de lo que eres ahora y lo que serás. Lo adviertes en los otros, se dibuja en sus rostros: somos ese destello en las miradas que nos constituyen, que tienen un pasado y nos mira a los ojos. También nosotros vamos escribiendo una biografía silenciosa de cada uno de ellos, de sus voces y risas, de lo que nos cuentan, hasta de sus maneras de cantar, con más o menos brío o con melancolía, con un silbido blanco que parece invitarnos a cruzar unos corredores interiores que atraviesan el tiempo. Hay letras que se pierden en el silencio azul de la memoria, gestos que aparecen detrás de una retina y el eco de una voz, que ya son varias, que fueron una vez el sol sobre la mesa, el vaho de la ventana y el único calor si regresabas de tu propia intemperie. Podría escribirse la novela de una familia contando solo sus Nochebuenas: desde que un joven matrimonio la celebra, los dos juntos, por primera vez, con sus padres aún jóvenes, hasta que ese mismo matrimonio tiene ya hijos y nietos, con los rostros no difuminados, sino en una latencia transparente, como una niebla cálida, llenando sus espacios invisibles. Una novela, sí: la vida y su caída, el dolor y la pérdida. Los hombres y las mujeres que nos acompañaron una vez, el recuerdo de lo que fueron, como esas antiguas casas de vecinos en las que cada familia cenaba en su salón y luego se juntaban todas a cantar en el piso más grande, que podía ser el bajo, junto al patio común, llevando cada uno una bebida, un dulce o unos roscos, las ganas de brindar, lo que uno tuviera encima no solo del cuerpo, sino también del ánimo, en los años del frío.

Cada uno tiene fabricada su propia memoria, su propia novela, y esta noche va a enfrentarse a ella. Más allá de la fiesta, para quien tenga la suerte de gozarla o la desgracia de extrañarla o padecerla, el encuentro suele resultar difícil, aunque su brillo luzca en pómulos tersos y rutilantes. Detrás de la belleza y de la perfección de un momento, aunque no sea aparente, siempre late, en silencio, su amenaza de pérdida, y no todos buscamos afrontarla, porque además sabemos que la historia se seguirá escribiendo sin nosotros, porque no somos importantes. Por no ser, ni siquiera somos protagonistas de nuestras propias vidas, porque también seremos un recuerdo evocado en unos labios frágiles, que temblarán con luz parpadeante en los ojos vidriosos cuando nos nombren por última vez. Esta novela múltiple que se sigue escribiendo no es que no naciera con nosotros, sino que es más antigua, y esconde en su interior una duración desconocida. Pero seguramente habrá rostros y nombres que se repetirán, actitudes, voces y misterios, porque la vida sigue el curso cíclico y disperso que al final se unifica.

Se me hace difícil escribir de esta noche, porque todo lo frágil, todo lo hermoso lo tocaremos hoy por acción u omisión, por ausencia o presencia, y hay querencias que uno, que se dedica a escribir, prefiere no nombrar. Hay bellezas que tardamos en tocar casi por no romperlas, por no resquebrajarlas solo con respirarlas. También guardamos secretos y revelaciones que durarán hasta la eternidad. Pero luego te adentras en la vida y la carne, porque esa perfección, con un solo segundo de pureza, es lo que te alimenta.

Soy el fantasma de las Navidades pasadas. Si nos ponemos en el cuento de Dickens, siempre me gustó el espectro que viene a recordarnos lo que fuimos un día, con qué pasión o impulso nos creímos los dueños de nuestro presente, con su fiesta en el aire, de esas viejas canciones que entonces llegaban rumbo al año 2000 y nos hacían pensar que el territorio que nos esperaba al otro lado de la juventud era perpetuar su escenario de ritos. Desde entonces, el magma se ha ido puliendo, la esencia de esa luz se ha ido degradando con la vida, porque tiene que ser así. La única perfección es la de lo posible: solo a partir de ahí podemos construir, suponiendo que aún queramos hacerlo.

El fantasma de las Navidades futuras ya lo estamos escribiendo hoy: de alguna manera, aunque sea con renglones torcidos, porque duerme en nosotros. Sin embargo, también la fragilidad guarda su propia fuerza, intacta y contenida, como un nervio de luz. Seguimos escribiendo las novelas cruzadas de una noche que vive y representa la existencia total. Nos leemos y nos reconocemos, aunque no seamos los mismos, y encendemos el mismo fuego inaugural.

* Escritor