Asomado por primera vez a una crisis constitucional por su controvertido veto a refugiados e inmigrantes de siete países de mayoría musulmana e inmerso de lleno en una turbulenta remodelación del Departamento de Justicia que deberá defender sus planes, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, afronta una de las más trascendentales decisiones de su mandato: la nominación de un juez para el Tribunal Supremo. Y su elección promete inclinar del lado conservador el más importante órgano judicial de EEUU, con el potencial de asentar ese giro durante años.

Al más puro estilo de sus días como estrella de la televisión realidad, Trump ha convocado en Washington a Thomas Hardiman y Neil Gorsuch, los dos finalistas que han quedado en un proceso que inició con una lista con 21 nombres que le facilitó la Sociedad Federalista, un grupo legal conservador. Y aunque el elegido no se conoció hasta las ocho de la noche (las dos de la madrugada en España) y como siempre con Trump cabe la posibilidad de una sorpresa, esos dos magistrados (de 51 y 49 años) garantizan el nuevo dominio conservador, posiblemente por décadas, en el Alto Tribunal, donde los cargos son vitalicios y dos magistrados progresistas rozan o superan los 80 años.

Desde que el juez Antonin Scalia murió en febrero del 2016 el Supremo ha estado funcionando con ocho miembros y un reparto equilibrado entre progresistas y conservadores, y cuando Barack Obama eligió a un magistrado moderado para llenar esa vacante, Merrick Garland, los republicanos bloquearon su confirmación. Y con el Congreso aún en manos republicanas, Trump tiene asegurada la ratificación de su elegido, aunque algunos senadores demócratas pueden intentar una maniobra burocrática que cuando menos enturbiaría el proceso.

Las credenciales de Gorsuch y Hardiman no son tan extremas como las de otros candidatos que estaban en la lista pero son probadamente conservadores, algo que satisface a las voces de la derecha que, por ejemplo, han reclamado y logrado la promesa de Trump de nombrar a un juez antiabortista. Pero lo que está por ver es si la filosofía conservadora (que por lo general se opone a lo que considera como excesos del poder ejecutivo o a limitaciones en derechos como la libertad religiosa o de expresión) choca con las ideas del presidente Trump.

Los últimos cuatro días han subrayado lo conflictivo de la agenda del mandatario y también su determinación de sacarla adelante en un esfuerzo que está disparando (más si cabe) la polarización política. Ayer, Trump despidió fulminantemente a Sally Yates, la fiscal general (ministra de Justicia) en funciones, una vez que esta criticó el veto a refugiados e inmigrantes musulmanes e instó a los abogados del Departamento de Justicia a no defender la orden ejecutiva de Trump en los tribunales.

Mientras muchos demócratas han aplaudido la muestra de resistencia de Yates, que fue nombrada para el cargo por Obama, hay también juristas y analistas que cuestionan su decisión como un acto político innecesario. En esa línea argumental, y con la lógica de que todos los presidentes forman sus propios equipos, se entiende la decisión de Trump de despedirla. Pero no es menos cierto que el tono del comunicado en el que se anunció la decisión es ejemplo perfecto del tono de la nueva Administración. En él se hablaba de «traición» y se aseguraba que Yates era una nominada de Obama «débil en fronteras y muy débil en inmigración ilegal».

El debate sobre la polémica orden ejecutiva también marcó las sesiones de confirmación de Jeff Sessions como fiscal general, que los demócratas no podrán impedir pero que han retrasado al menos un día. «Esto no es ya una vista de nominación, es un momento constitucional», dijo, por ejemplo, el senador demócrata Dick Durbin. En el fondo del debate está la cuestión de si el máximo responsable de Justicia estaría dispuesto a contradecir al presidente ante una orden ilegal. «El fiscal general es el fiscal del pueblo, no del presidente» de EEUU, dijo otro senador demócrata, Patrick Leahy.