La palabra verano, en Córdoba, significa el reinado de la cintura del sol poblando el aire de un calor ardiente. El sol aquí es asolador. Por eso los cordobeses nos convertimos durante dos meses en permanentes buscadores de sombras, ya sea en los rincones donde se atemperan las agresiones solares por aires acondicionados, o, por patios y estancias que favorecen los tonos de frescura. Sin embargo, en estos tiempos donde vivir es viajar, muchos de nuestros conciudadanos, al igual que muchos millones procedentes de otras geografías, corren hacia las riberas del mar para exponerse al sol sobre las inmensas parrillas de las playas para dorarse. La devoción de entregarse desnudos a la posesión del sol es relativamente reciente, y cuando aparecieron los primeros bañistas, y, sobre todo las primeras bañistas fue una revolución. Albert Camus que en los años 30 acudía a bañarse a Alger Plage, la famosa playa situada en los alrededores de Argel, calificó de verdadera revolución, incluso como la mayor de las revoluciones sociológicas, el hecho de que hombres y mujeres se tendieran con sus cuerpos desnudos unos juntos a otros. Era un cambio rotundo en las costumbres de Occidente y eso que en las playas argelinas de aquella época, los bañadores, especialmente los de las mujeres, no tenían nada que ver con los brevísimos trozos de tela que hoy se llaman bañadores con bastante impropiedad. Lo que ocurría en las playas de Argel, adonde acudían los colonos franceses en los tiempos de Camus, era muy parecido a lo que estaba ocurriendo en las playas españolas, francesas o italianas. Aquí, tengo que hacer un paréntesis para apuntar que los islamistas radicales persiguen con furia linchadora a las mujeres que se atreven a tenderse al sol en esas playas, y por eso Alger Plage, una playa vibrante de sol, se ha convertido en un lugar triste y casi solitario a causa de las histerias agresoras del fanatismo puritano.

En Europa, el viaje hacia el desnudo de los cuerpos tropezó con bastantes dificultades, los obispos de la mayor parte de las diócesis ribereñas publicaron encendidas cartas pastorales advirtiendo de los peligros que suponían las exhibición de esos cuerpos para la salud de las almas y para su salvación. La carne, junto al mundo y al demonio, eran los enemigos del alma. Los moralistas rigurosos llegaron a señalar hasta dónde se podía ver el cuerpo de una mujer sin cometer pecado mortal. Las rodillas eran el limite a partir del cual ya se entraba en las sendas del pecado y por supuesto la cintura y ya no digamos los senos. Existe una amplia literatura moralista sobre cómo deben vestirse las mujeres que se bañan. Realmente, la expresión carne como fuente de pecado se refería a la carne de la mujer.

Hay una historia, que yo creo que es leyenda, situada en la Roma del siglo XII, en la que el prior de un monasterio que tenía una firme determinación de santidad le asaltaba el demonio en forma de hermosa mujer. Por las noches libraba tremendas batallas combatiendo la pecaminosa y obsesiva presencia de esa imagen. El abad de otro monasterio, al que le confió sus dramáticas intimidades, le aconsejó que convenciera a la joven que era la involuntaria causa de sus malos pensamientos e hiciera que se desnudase al lado de un fuego de vivas llamas, que se untara el cuerpo con aceite amalfinato porque refleja las imágenes con la perfección de un espejo y podría ver ese cuerpo que a él le parecía magnífico devorado por las llamas, unas llamas semejantes iban a quemarle toda la eternidad si cayera en la tentación de poseerla. Quienes cuentan esta historia, no se ponen de acuerdo en el final, algunos dicen que enloqueció.

En los millares de playas que nos rodean, millones de cuerpos celebran sus bodas con el sol. Vivimos otra cultura muy distinta, en la que el cuerpo ya no es un instrumento de pecado sino que ha llegado a convertirse en objeto de culto y en la única fuente para vivir el disfrute de los sentidos. Para llegar en forma a las casi desnudas citas con el sol, muchos hombres y mujeres se preparan con dietas adelgazantes, con pacientes y sacrificados ejercicios gimnásticos y cremas que prometen una brillante recuperación anatómica. Antes las mujeres eran las que prestaban mayor culto al cuerpo, pero cada día son más numerosos los hombres que entran también en esa religión del culto y el cultivo personal. Estos desnudos de la posmodernidad, en donde los cuerpos se exponen y exhiben sin prejuicios, exigen una lucha para que el cuerpo no se entregue a una derrota previamente aceptada en contra del tiempo.

Estas reflexiones las hicimos un grupo de amigos cordobeses, en las frescura de un bar, en donde nos refrescábamos con cerveza, mientras veíamos cómo el sol estallaba sus látigos inhóspitos en la plaza de enfrente.