Francia. Ciudad portuaria de Calais. A cinco kilómetros del centro se levanta el campamento conocido como la Jungla. Unas 10.000 personas se hacinan en un mar de tiendas de plásticos y tela. Entre ellos, unos 700 menores sin acompañamiento. Proceden de Sudán, Afganistán, Paquistán, Eritrea o Etiopía. Llegan a diario a este «cuello de botella» con la esperanza de cruzar al Reino Unido por el canal de la Mancha. La realidad con la que se topan es otra. Quedan atrapados en un poblado de miseria, un asentamiento chabolista sin las condiciones higiénicas más básicas. Allí malviven. Y allí han estado durante 10 días, colaborando con las oenegés que trabajan en la zona, voluntarios de la Asamblea Pro-Personas Refugiadas de Córdoba. Entre sus objetivos, por supuesto, ofrecer ayuda, también «tejer redes» con los colectivos que actúan en el campamento para acciones futuras y, además, recopilar documentación que sirva «para la visibilización y denuncia de la realidad que allí se vive»: el drama de los refugiados.

Javier Sánchez, uno de los voluntarios, relata que «estas personas están bloqueadas, atrapadas, porque no pueden avanzar ni retroceder. Muchas de ellas han hecho un viaje de varios meses, enfrentándose a la muerte cada dos por tres, con la idea de que pasarían por Calais y al día siguiente estarían en el Reino Unido». No es así. «Se quedan atascadas, y ese bloqueo genera también problemas de depresión. No solo es la cuestión alimentaria, que más o menos se está cubriendo gracias a las oenegés, sino que hay gente que llega en muy distintos estados». Y en el campamento las «condiciones de hacinamiento son totales». Hay tiendas de campaña en las que hay hasta 12 personas. Tampoco las condiciones higiénicas son las deseables y los servicios sanitarios son mínimos». A los migrantes no les queda otra que jugarse la vida para llegar al Reino Unido, unas veces andando por el túnel siguiendo las vías, otras escondidos en camiones que suben a los ferris, todo en medio de una constante presión policial.

«Queremos denunciar -explica Javier- el absurdo de las fronteras, sobre todo cuando se cierran a gente que va huyendo de auténticos infiernos». Eso y que haya personas que «tengan que jugarse la vida para llegar hasta Europa y luego su futuro sea malvivir en este tipo de campos solo por querer tener un derecho tan básico como el derecho a vivir». Y «la solución -advierte- pasa por los gobiernos, no por el goteo de voluntarios que hacen que, al menos, puedan sobrevivir».