Lo vivido en los aledaños del Coso de los Califas desde las once de la mañana bajo un sol ya de justicia fue impresionante. Gentío de un lado para otro, comerciales, muchachas entregando abanicos a la gente asfixiada, aficionados perdidos entre la muchedumbre buscando su tendido para sentarse, estands hasta la bandera. En definitiva, aficionados de todos los rincones de España buscando desesperadamente entrar para disfrutar en la plaza. Las camisetas, banderas y bufandas de la roja reinaban en el ambiente pintándolo de rojo y gualda. Entre ellos, infinidad de señores con traje acompañados de sus señoras, elegantes e inmaculadas. Ni ellas ni ellos tendrían que esperar cola. Vaya contraste. Los miles de aficionados que desde las once, hora tardía a la que abrieron los tendidos, desesperaban al sol en una cola interminable, avanzababan muy lentos, camino casi de la tortura con Nadal ya sobre la arena. "¡Que se acaba el partido y no entramos!", voceaban algunos. Los abanicos comenzaban a batirse fuerte sobre el árido ambiente de la calle entre sonrisas, ilusiones y algunas caras de desesperanza. Como siempre, los niños, los más alegres. No les importaba que la cola no avanzara ni que los cuarenta grados se acercaran. Con él, los aficionados irían entrando y la calle empezaría a quedarse despejada, sobre las doce y media. Qué silencio. En una Marquesa adornada, numerosos aficionados prefirieron ver el partido con una cerveza. "Nunca se vivió en el barrio algo así" comentaba una camarera. Tenía razón. Gran Vía Parque nunca conoció ese ir y venir de coches, de gente, de ruido. Su colorido nunca fue tan fuerte ni entre sus aceras hubo nunca tanta ilusión. La gente, en el parque, miraba asombrada cuando el silencio se rompía con el estallido de algún punto. Los mayores observaban. "¿No has ido a que te den regalos?", se decía uno al otro no dando crédito a lo que vieron. Y entre la calma, miles de papeles tirados. La Davis estaba dentro.