Tres minutos antes de que suene el despertador miro por la ventana. No me ha hecho falta ninguna alarma para despertarme. La ropa está cuidadosamente preparada sobre la cómoda. Dicen que no es bueno estrenarla hoy, pero qué narices, es tan bonita que no me resisto. Además, la lavadora que puse ayer no se ha secado, no tengo muchas más opciones. En la radio no hablan de lo nuestro, así que pongo mi disco favorito de esta semana y subo el volumen. Canto y desayuno.

Luego nos vamos juntos los amigos. Por las calles empezamos a encontrarnos a gente, exactamente igual que nosotros, con la misma cara de felicidad, la indumentaria parecida, unas más antiguas, otras carísimas. ¡Cómo se puede pagar tanto por una camiseta!

Hablas con cualquiera, lo conozcas o no.

La megafonía suena.

¡Cinco minutos para que empiece! Hay música y muchos fotógrafos.

Cómo puedo estar nervioso. ¡Si los que se juegan algo son esos de ahí que están calentando! A mí realmente no me hace falta calentar. Nunca lo hago.

Un minuto. Y estos suelen ser puntuales. Creo que es imposible que quepa más gente.

¡Ya!

¡Una hora y media para disfrutar!

Ayer en Córdoba hubo dos acontecimientos. Esta pequeña crónica podría ser perfectamente los minutos previos a cualquiera de ellos.

Tan solo cambia el final. Bueno, y lo del medio. Vamos, que no tienen nada que ver.

Quienes decidieron ir al fútbol acabaron amargados y es probable que ni tengan ganas de leer esto, así que no sé para quién escribo.

Quienes optaron por hacer la media maratón tampoco lo estarán leyendo porque imagino que se habrán ido directamente a las páginas de atletismo para buscarse entre la muchedumbre o sentirse identificados con algún testimonio. Desde luego, se podrán sentir identificados con los 6.472 deportistas que terminaron la prueba.

En el estadio había solo 11, pero lo único que les unía a ellos era el color verde de sus camisetas. Nada más. Todo lo demás se criticaba: al presidente, al hijo del presidente, a los jugadores, y hasta al entrenador; por primera vez le cantaron, tímidamente, que se fuera él también. Dicho y hecho. Los pocos que se quedaron estaban presenciando, sin saberlo, el final de Oltra, cuya destitución se anunció a las once de las noche, tras ese clima de pena que invadía al estadio. Los alrededores de Conde Vallellano, sin embargo, rebosaban de emoción. Fue un domingo muy largo. Muy diferente.

Sentado en una esquina de la tribuna, me preguntaba cómo era posible que se me hicieran más tediosos e insoportables los noventa minutos del partido que los que empleé corriendo los 21 kilómetros. Cómo es posible que en la grada el tiempo pase tan despacio, que sienta que lo estoy tirando, y cuando corría era al revés. ¿Sufro más en el estadio del Córdoba que haciendo una media maratón? Quiten directamente la interrogación.