Con cientos de paisajes como sacados de otros mundos, Islandia se presenta como la última frontera de Europa donde admirar fenómenos extraordinarios en el continente. Un viaje a épocas prehistóricas durante el cual uno puede convertirse en protagonista de novelas de aventuras del mismísimo Julio Verne, ya que en estas tierras se inspiró para fantasear sobre su viaje al centro de la tierra.

Como hicieran los vikingos hace siglos, Islandia invita a ser explorada para descubrir una isla de origen volcánico repleta de cascadas, fumarolas y chimeneas cuya actividad crea prodigios como los géiseres, surtidores de agua caliente que se elevan decenas de metros. Un mundo aparte repleto de aventuras y actividades sensoriales como bañarse en fuentes de aguas termales provenientes del centro de la tierra y que afloran en el mismo círculo polar ártico debido a las características únicas de este país.

Explorar los fiordos en kayak, aventurarse en los glaciares más grandes de Europa, asomarse a majestuosos volcanes extintos, perder la sensibilidad en los pies atravesando ríos glaciares de agua helada, amanecer rodeado de caballos salvajes o bucear en cristalinas aguas de visibilidad casi infinita justo entre dos continentes. Un cúmulo de inolvidables experiencias para los más aventureros e intrépidos que quieran dejarse sorprender por entornos de una naturaleza abrumadora que me hicieron sentir tan solo y tan pequeño que una vez más anclé mis pies al suelo para comenzar un viaje interior sin más compañía que el viento, los ríos, mi propio destino y, con un poco de suerte, mi ocasional compañera en el Ártico, la mágica Aurora Boreal.

Se trataba de la tercera vez que me aventuraba en tierras de Islandia, pero nunca antes en el corazón de la isla, en las ‘Highland’ o ‘tierras altas’, dos palabras de las que había oído hablar tantas veces que me resultaba imposible no dirigirme hacia ellas con todas las consecuencias. Un viaje en solitario en el que Islandia y su naturaleza abrumadora me pusieron en mi lugar prácticamente desde el primer minuto.

La aventura

Se trataba de un viaje soñado desde hacía 3 años, durante los cuales imaginé cruzar Islandia de sur a norte como ya habían hecho otros antes que yo, pero como siempre me ocurre, me resultaba imposible conformarme con las fotografías, vivencias o reportajes tomados por desconocidos. Necesitaba el frío en la cara, la incertidumbre constante y la soledad buscada.

El plan era simple y complejo a la vez. Veintidós días de travesía cargando todo lo necesario, lo cual suponía el primer problema, pues al menos mi espalda no estaba ni diseñada ni preparada para cargar con 32 kg de material. Pese a probar inventos varios para facilitar la travesía (carritos con ruedas, etc), nada funcionaba bien con 32 kg y por terreno irregular, por lo que anticipando lo que estaba por venir sólo me quedaba adquirir la mejor mochila del mercado y echar muchas horas de aburrido gimnasio.

Pese a tener ya cierta experiencia, Islandia me puso a prueba al ser un país de sorpresas y cambios constantes en la meteorología, con el factor añadido de que en cualquier ruta que uno se plantee la posibilidad de tener que cruzar ríos provenientes de glaciares está garantizada al 100%. La cuestión era, qué ríos, si podrían cruzarse y con cuanto caudal de agua vendrían; Y ahí empezaron los problemas, ya que mi experiencia cruzando ríos era literalmente ‘cero’.

Paco Acedo bajo las aguas de Silfra, un lugar donde bucear toma otra dimensión, con la temperatura en torno a los 2 grados. Foto: PACO ACEDO

A la derecha, pequeña tienda de campaña de Paco Acedo frente a la inmensidad de un paisaje que parece sacado de otro planeta. Foto: PACO ACEDO

La ruta comenzaría en Vik, una pequeña población al sur de Islandia y el destino final sería Akureyri en el norte. Los comienzos siempre son difíciles hasta que uno coge el ritmo y el cuerpo se habitúa al esfuerzo, al frio, al cansancio, a la alimentación, a los 32 kg a la espalda, pero sobretodo a la sensación de inseguridad al explorar nuevos entornos desconocidos para mí.

Dos días necesité para bordear el glaciar Myrdalsjökull y adentrarme en Islandia alejándome de la costa sur. Un primer río me esperaba al tercer día, pero las alarmas ya saltaron durante los primeros kilómetros cuando al cruzarme con un granjero local y conversar sobre mi ruta me sugirió que me olvidase del plan, y me aseguró que el primer río que tendría que cruzar para poder proseguir con la ruta prevista llevaba un caudal demasiado fuerte para cruzarlo a pie, sería un suicidio. Pero ya no había marcha atrás. Desde la ubicación en la que estaba me encontraba atrapado entre el glaciar y el río, por lo que las dos opciones eran avanzar y afrontar el río o retroceder y tirar por tierra todo el plan y la ruta prevista.

Inquieto, proseguí mi camino hasta llegar al lugar donde se acababan los caminos y comenzaba la aventura.

Fue desalentador a la par que angustioso llegar a aquel oscuro río de profundidad desconocida a las faldas de una montaña perdida. Tras dos días sin ver a nadie, con nubes negras, lluvia constante y cruzando paisajes volcánicos, alcanzar aquel río y acampar en su orilla de tierra negra volcánica a muchos kilómetros de cualquier otra persona me hacía sentir terriblemente solo y desamparado. El miedo apareció por primera vez.

El río se dividía en varias ramificaciones de aguas rápidas y

tras dos horas vadeándolo para buscar alguna zona segura para el cruce llegué a la conclusión de que simplemente no existía, y tras acampar en la orilla con la esperanza de que el caudal disminuyese durante la noche, decidí descansar cruzando los dedos bien fuerte.

No pude pegar ojo. Debía de tomar decisiones e impaciente a las 5 de la madrugada decidí desmontar el campamento y zanjar el tema. Efectivamente, el caudal bajó unos centímetros y las casi 24 horas de luz me permitían cruzar en mitad de la noche, pero bastaron los primeros metros para comprender a lo que se refería aquel granjero y empezar a temer por mi vida si continuaba.

Tras los primeros pasos atravesando el primer tramo de agua comencé a perder la sensibilidad en los pies debido al agua helada, que me producía un dolor insoportable como nunca antes había experimentado. Pero lo peor estaba por llegar. Al seguir avanzando el río se tornaba cada vez más profundo y el agua sobrepasó mis rodillas. La corriente era tan fuerte que me resultaba imposible apoyar los bastones en el fondo para equilibrarme y los 32 kilos a la espalda hacían muy compleja cualquier maniobra. Una vez más canté, si, canté como hago siempre que el miedo me invade y afronto una situación extrema en la que es mejor avanzar y no pensar. Ya había cantado en el lago Baikal o bajo el hielo de Inari, pero hoy tocaba cantar en Islandia. Pero por mucho que canté la naturaleza pudo más y finalmente el agua me venció tumbándome en las aguas heladas y siendo arrastrado durante unos segundos que parecieron horas y unos metros que parecieron kilómetros hasta que por suerte mi pierna consiguió apoyarse en una roca del fondo para incorporarme de nuevo. Todo pasaba muy rápido y empapado de agua helada en medio de aquel primer tramo debía tomar una decisión. Avanzar y afrontar los 4 o 5 tramos similares que me esperaban después o retroceder al punto de inicio, pensar y tomar decisiones. No lo dudé y retrocedí.

Panorama rocoso bajo ellago Pingvallavatn, en el Parque Nacional Pîngvellir. Foto: PACO ACEDO

Sin duda algo había fallado en mi planificación. El glaciar soltaba demasiada agua y era imposible cruzar, lo cual tiraba por tierra todos mis planes. No había posibilidad de buscar rutas alternativas desde ese punto y la única opción era retroceder nuevamente hasta la costa y plantear otra ruta descartando la opción de cruzar de sur a norte. La planificación de los días y las fechas en expediciones de este tipo están muy ajustadas y al tener que rehacer el camino de vuelta, los 5 días perdidos en total en aquella primera aproximación tiraban por tierra todo lo previsto.

Islandia había decidido que yo no cruzaría este año, pero me brindó la posibilidad de adentrarme en las tierras altas para explorar y vivir en primera persona la magia de esta isla de volcanes, hielo y viento, aislada en el círculo polar Ártico.

Tras asumir las nuevas circunstancias decidí desplazarme a las tierras altas en el centro de la isla, entre el glaciar Vatnajökull, el segundo más grande de Europa, y el Hofsjökull, para explorar la zona y finalmente comenzar desde allí la ruta que me llevaría hasta el sur, para acabar recorriendo después el mítico Landmannalaugar.

Días de soledad y paisajes inhóspitos a la par que de ensueño me acompañarían durante aquella larga travesía atravesando desiertos volcánicos, ríos de lava y llanuras sin vida alguna que me hacían reflexionar sobre el sentido de recorrer kilómetros y kilómetros de nada. Hora tras hora enfrentando el mismo paisaje al igual que durante mis travesías polares, durante las cuales uno se llega a aburrir tremendamente de ver ‘sólo blanco’. ¿Por qué afrontamos en ocasiones retos tan objetivamente aburridos y ‘vacíos’?, ¿por disfrute?, ¿por medallas?, ¿por vanidad?, ¿para poder decir «yo he…»?. Peguntas que me asaltan de manera frecuente cuando sólo estoy yo conmigo mismo en lugares tan remotos.

Pero sin duda el broche de oro a mi aventura en Islandia estaba por llegar y después de dos intentos previos, en esta ocasión no podía dejar escapar la oportunidad de bucear entre volcanes. Silfra, este es el nombre del lugar en el que bucear toma otra dimensión y ‘veteranos buceadores’ como yo, después de 18 años buceando en los lugares más remotos y fascinantes del planeta, vuelven a sentirse como niños emocionándose como la primera vez que uno se sumerge y descubre el maravilloso mundo submarino. Me emocioné, y mucho.

Enclavada en el lago Pingvallavatn, en el parque nacional de Pingvellir, se trata de una fisura que pertenece al borde divergente entre las placas tectónicas de Norteamérica y Eurasia, siendo el único lugar del mundo donde se puede bucear entre placas tectónicas que separan dos continentes. Estas placas se separan 2 cm cada año, generando una tensión que se libera originando terremotos cada diez años aproximadamente tras los cuales aparecen nuevas fisuras, que son inundadas por el agua helada y dulce de los ríos provenientes del segundo glaciar más grande de Islandia, el Langjokull, a 50 km de Silfra.

Acompañado de mi amigo Héddin Porkelsson, nos aventuramos en este maravilloso regalo para los sentidos, abrumado por vivir la sensación única de ‘volar’ entre dos continentes con una visibilidad de más de 100 metros. Bucear en Silfra, donde la temperatura del agua ronda los 2º C, no es algo cómodo, pues hemos de estar muy familiarizados con el agua cercana al punto de congelación y con los equipos especiales para aguas frías que se requieren para bucear aquí, como un traje seco, reguladores adaptados para el frío, y la mejor ropa térmica del mercado.

Pese a lo mágico de este lugar, dicha magia se ve ocasionalmente alterada por el ir y venir de agencias de aventura que acompañan a turistas para chapotear haciendo snorkel entre los dos continentes. Un ambiente muy distinto a lo que busco en mis viajes por todo el mundo, pero que en ocasiones es difícil de evitar.

Más que naturaleza

Pero Islandia es mucho más que naturaleza, cascadas y volcanes. Un pasado repleto de leyendas, brujería, mitos, elfos, trols y demás misterios, hacen a esta isla todavía más interesante.

Con una cultura de herencia nórdica, no es de extrañar la gran cantidad de secretos que este pequeño país mantiene en su interior.

Pese a que en la actualidad hay el doble de ovejas que de personas en la isla, cuenta con una población de 330.000 habitantes de los cuales la gran mayoría cree en la existencia de elfos y trols, es conocida también por ser el epicentro de los volcanes que paralizan Europa cada vez que despiertan. Pese a ser unas de las primeras democracias instaurada hace más de 1.000 años, su famosa revolución después de la quiebra sufrida en 2008, fue el comienzo de la grave crisis que nos afecta en la actualidad.

Capaces de paralizar la construcción de una carretera para evitar desplazar una roca donde supuestamente vive un ser de la naturaleza, todo este tipo de creencias son motivadas por el aislamiento que han tenido durante muchísimos años pese a que han recibido la visita de diferentes culturas y conquistadores como los noruegos en tiempos pasados.

No tiene ejército, ni armada, ni fuerzas aéreas y es uno de los países con mayor longevidad del planeta.

Pese a que el futuro de Islandia como el del resto del planeta es hoy por hoy incierto ya que se avecinan grandes cambios medioambientales tras los cuales no sabemos lo que será de las regiones árticas como Islandia, se trata sin duda de uno de los pocos rincones escondidos en el planeta donde aún se puede respirar aire puro y tener una vida tranquila. Un país por descubrir para los amantes de los colores verde y el blanco. ¿A qué esperas?