Cambio la ruta en la cama. No puedo aguantar hasta el último día sin pasar por Velefique, como había planeado en mi cabeza.

Salgo de Bacares sin desayunar. Creo que tengo acumulada suficiente energía, con la sopa, las setas y la tarta de queso de anoche.

Fui la única persona alojada en el hostal Las Fuentes, junto a la camarera, que vive en Alhama, pero pernocta aquí para ahorrarse una hora de coche. También le incluyen la comida.

Subo los doce kilómetros del puerto de Velefique con facilidad -y por fin sin frío- y antes de las diez estoy callejeando por el pueblo, buscando un bar abierto que no aparece.

En Velefique es difícil que aparezca algo. Parece que le vaya a engullir la delirante sierra de Filabres, un secarral en las alturas que engancha, que hipnotiza, que produce una mezcla de desazón y furia. Quieres retenerlo, recomendarlo, decirle a todo el mundo: ¡Venid, venid! ¡Mirad que joya hay aquí, encerrada entre estas nubes que jamás descargarán agua! Pero sabes que esto te gusta a ti, que no eres imparcial, que hablas de Velefique como de la exnovia que todos tus amigos critican y solo tú defiendes. Apoyado sobre la bici, buscas una explicación a tu obsesión por esta sierra, por este pueblo, y no encuentras más que vacío.

- Fue muy duro, pero los últimos ocho días fueron espantosos.

Isabel me invita a pasar a su casa. Realmente no es su casa, sino la de su madre, con la que vivió hasta el último día de su vida.

- Me pasé quince años cuidando de ella, quince años sin venir a Velefique. Nos la llevamos a Almería, que era más cómodo para todos.

En el pequeño salón, sobrio y oscuro, de formas geométricas extrañas, entre el círculo y el rectángulo, destacan dos cuadros en la pared de unas mujeres jóvenes paseando por el campo, con trajes de fiesta. Sobre la mesa de enagüillas descansa un retrato 10x15 en un marco plateado.

Recuerdos de mamá.

Apenas entra luz por los pasillos, así pues, caminamos a oscuras, sorteamos varios peldaños y empiezan a aparecer habitaciones, trasteros plagados de estrechas camas, aparatosos armarios y baúles que esconden el relato de tres generaciones.

Subimos a la terraza.

- Estas vistas no las tenemos en ningún lado.

Hay una lavadora en la esquina, en un cuartillo diminuto.

- Es mi parte favorita de la casa. Aquí me encanta tender la ropa, mirando al pueblo, pensando en mis cosas.

De repente, Isabel da un respingo.

- ¡El agua!

- ¿Qué agua?

- Me he dejado el agua hirviendo.

Bajamos a la cocina.

- Voy a hacer pulpo, quédate a comer si quieres.

Me invita a una cerveza.

- Gracias, pero no son ni las once.

- También te puedes quedar a dormir.

Entra Vicente. Al principio no sé muy bien qué relación tienen. Creo que son un matrimonio de toda la vida.

Son hermanos.

Vicente es taxista, pero está de baja porque hace tiempo le diagnosticaron un problema del corazón.

- Vine a Velefique a curarme. Este cielo no lo tenemos en ningún lado.

Vicente espera a que llegue su amigo Jose, algo mayor que él, pero más en forma, más ágil. Caminan juntos todas las mañanas, por un sendero que sale hacia Senés. Jose tiene que frenar. Los primeros metros son muy empinados.

- Aquí el problema es el agua. No hay. Mucho que tenemos para beber.

Jose se detiene, Vicente respira y los tres nos quedamos mirando al pueblo. Jose avanza.

- Tras los árabes quisieron repoblar esto, pero se dieron cuenta de que no podían. A la gente le costaba incluso sobrevivir. Todos se iban. Aquí no se puede estar. Mira, rodeados de sierras, no tenemos salidas.

Observo el reloj. Llevo más de dos horas en este pueblo y sigo sin desayunar. Tengo que despedirme. Me despido. Me cuesta.

Pedaleo rápidamente entre las piedras del sendero y en una de las curvas, echo la vista atrás. Al ver a Vicente y Jose en miniatura, rodeados de este paisaje tan inhóspito y seco, me producen ternura, pero no pena. Hay gente en la ciudad que me da más pena.

Isabel y Vicente en su casa. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE

Vicente y su amigo José en su paseo matinal por el camino de Senés, el viernes 2 de noviembre del 2018. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE