Yo no sé si fue un don que Dios le dio o que, ciertamente, nació con una estrella en la frente, porque el ‘hecho diferencial’ de Don Miguel con respecto a los demás hombres de su generación, de las siguientes y quizás de todas las pasadas y futuras es que allá donde fija su mirada nace una flor... y no la toques más que así es la rosa. Si escribe del Quijote te embauca, si escribe del Cristo de Velázquez, te emociona, si escribe de España te haces legionario, si escribe de la Iglesia te borras, si escribe del ‘problema catalán’ te tiras al mar... o sea, que escriba de lo que escriba te embauca y te hace ‘unamuniano’ para toda la vida. Hoy voy a transcribir algo de lo que escribió sobre ‘los tontos’, aunque sólo sea para demostrarles que contra lo que le critican algunos de sus envidiosos, también sabe ser irónico y humorista cuando quiere.

Pero, empecemos por saber qué es un tonto o quién es tonto para Don Miguel. Un tonto es aquel que utiliza siempre el sentido común (o sea lugares comunes), pero jamás el sentido propio. Un tonto es el que no sabe que lo es, o el que cree que los tontos son todos los demás, o el que cree que lo sabe todo y piensa que es más listo que nadie. Claro que más tonto que el tonto normal es el architonto, el que ya no puede ser más tonto, el tonto rematado y sin remedio...y ojo, que al tonto corriente también se le llama -dice en este caso el ensayista-: zoquete, soso, idiota, bobo, fatuo, tundido, imbécil, mentecato, estúpido, burro, cernícalo, congrio, besugo, percebe, alcornoque, bellotero, tonto de capirote («es el que con un capirote o bonete puntiagudo, hace de tonto en las fiestas. Es un tonto de alquiler y casi oficial». Unamuno 1923 en Caras y caretas), tonto de atar, majadero, adoquín, memo, badulaque, botarate, simplón, pazguato, mequetefre, chisgarabís, zanguango, mamarracho, zampatortas, papanatas, papamoscas, tonto-tonto... y no sigo porque dice cosas más interesantes.

Por ejemplo, cuando trae a la palestra la Biblia y cita a San Mateo (por supuesto para criticarle). Capítulo V, versículo 22: «Quien llamare tonto a su hermano, es reo del fuego eterno», en otros Evangelios se dice en lugar de tonto, idiota y fatuo... y Don Miguel se lleva las manos a la cabeza y alerta: «Fijaos que dice tonto y no asesino, o ladrón, o bandido, o estafador, o cobarde, o hijo de...mala madre, o cabrón, o liberal, o político?... ¿por qué? ¿acaso porque un tonto es más peligroso que todos los demás?».

Naturalmente, hay muchas clases de tontos (para Wikepedia más de 50 y hasta por orden alfabético. El tonto alegre, el ambicioso, el campeón, el ciego, el demagogo, el ecológico (es tonto por naturaleza), el filósofo, el hiperactivo, el incubadora (es tonto de nacimiento), el musical, el ocupado (no es más tonto porque no tiene tiempo), el plano, el sincero, el tijera, el utópico y el valiente). Pero para Unamuno sólo hay tres clases: a) los que inventan tonterías nuevas, que son los tontos originales, b) los que no hacen sino repetir las tonterías inventadas por otros c) los de curso forzoso y lugares comunes, cuyo símbolo es Pero Grullo. (y hablando de tonterías aprovecha para referirse «a las que envenenan los separatistas vascos, cuya enfermiza vanidad están cultivando estos que fingen creerse redentores de pueblos oprimidos por el incomprensivo imperialismo centralista-castellano»).

«Uno de los tontos insignes de Unamuno -escribe Pedro de Tena- es el tonto constitucional. No se trata, no, de torpes defensores de una Constitución política, aunque abundan mucho, sino que se refiere a quien es constitucionalmente tonto, esto es, tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable, tonto absoluto si se prefiere... los tontos de verdad, son soberbios a quienes no puede explicárseles lo tontos que son».

Luego Unamuno se recrea en un precioso cuento que titula Celestino el tonto, del que reproduzco el comienzo (para que el lector lo busque y lo lea completo):

«Como todos huían de Celestino el tonto, tomándolo, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescas sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarcaba todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera de patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: ‘No me hagas nada, que no voy a hacerte mal’, y cuando le tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse al tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: ‘¡Hola, Celestino!’, inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco de aquel otro que con su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo.

A la mañana siguiente se afrontaron de nuevo en el momento en que un gorrión, metiendo mucha bulla, fue a posarse en un mimbre cercano. Celestino se lo señaló al otro, y dijo riéndose:

-¡Qué pájaro..., es un gorrión! / -Es verdad, es un gorrión -contestó el otro soltando la risa.

Y excitados mutuamente se rieron a más y mejor: primero, del pájaro, que les hacía coro chillando, y luego, de que se reían. Y así quedaron amigos los dos imbéciles, al aire libre y bajo el cielo de Dios.

-¿Quién eres? / -Pepe. / -Y yo Celestino. / -Celestino... Celestino... -gritó el otro, rompiendo a reír con toda su alma-. Celestino el tonto... Celestino el tonto... / -Y tú Pepe el tonto -replicó con viveza y amoscado Celestino. / -Es verdad: Pepe el tonto y Celestino el tonto...

Y acabaron por reírse a toda gana los dos tontos de su tontería, tragándose al hacerlo bocanadas de aire libre. Su risa se perdía en la alameda, confundida con las voces todas del campo, como una de tantas.

Desde aquel día de risa juntábanse a diario para pasearse juntos, comulgar en impresiones, señalándose mutuamente lo primero que Dios les ponía por delante, viviendo dentro del mundo, prestándose calor y fomento como mellizos que coparticipan de una misma matriz.

-Hoy hace calor. / -Sí, hace calor; es verdad que hace calor.../ -En este tiempo suele hacer calor... /-Es verdad, suele hacer calor en este tiempo..., ji, ji..., y en invierno, frío». ¡ Tonto con tonto/ tontos dos veces!.