Caso Sancho

Juicio a Daniel Sancho: un acusado con grilletes y gesto teatral y una defensa que se encomienda a las lagunas del informe forense

El juicio queda interrumpido hasta el próximo miércoles por la celebración del nuevo año budista

Rodolfo Sancho, padre de Daniel Sancho.

Rodolfo Sancho, padre de Daniel Sancho. / EFE

Adrián Foncillas

El Songkran o año nuevo budista ha interrumpido el proceso contra Daniel Sancho tras apenas tres días de vista oral que han seguido el guión previsto: la pugna entre Fiscalía y abogados por demostrar o negar la premeditación en la muerte del cirujano colombiano Edwin Arrieta. Ahí radica la brecha entre la pena de muerte o la cadena perpetua y una condena corta que permita una pronta extradición. El juicio regresará el miércoles, pasada ya la fiesta en la que los tailandeses se remojan con mangueras, pistolas de agua y cubos.

El juicio se antojaba como un tedioso trámite en los días posteriores a la muerte de Arrieta. Las tercas confesiones de Sancho y las pruebas aplastantes apuntaban a la admisión de la culpa y el arrepentimiento para conseguir una condena misericordiosa. A esa fórmula apuntaban los expertos como la única vía para eludir la pena de muerte. Con el despido de su primer bufete y la contratación de Marcos García-Montes, la estrategia viró a la defensa propia.

Testigos

La Fiscalía pretendía esta semana arruinar la tesis. Por la sala del tribunal de Koh Samui han desfilado los testigos que trazan el camino criminal de Sancho: la mujer que le vendió el kayak desde el que arrojó varios pedazos del cadáver, la que le alquiló la moto en la que ambos fueron grabados por las cámaras de seguridad, los trabajadores de los dos hoteles en los que se hospedó y las dependientas de las tiendas donde compró los cuchillos, la sierra y el material de limpieza en la víspera de la llegada de la víctima.

También han declarado dos policías encargados de las primeras pesquisas: el coronel Parinya Tanthasuwan, presente en la comisaría cuando Sancho acudió a denunciar la desaparición de Arrieta, y el inspector Ekachai Kamprakon, quien elaboró el informe preliminar que sentaba la culpabilidad de Sancho.

"Escalofriante"

El puñado de elegidos para asistir a la diminuta sala describen escenas ajenas a la ortodoxia judicial en Occidente. Sancho permanece con mascarilla y encadenado de manos y pies. “Escalofriante”, juzgó Juan Gonzalo Ospina, abogado de la familia Arrieta. En el banco posterior se sienta su padre, el célebre actor Rodolfo Sancho, con el que dialoga sin pausa. Y de la prerrogativa de la justicia local que permite al acusado interpelar a los testigos ha hecho Sancho uso y, según algunas fuentes, abuso. Los presentes han descrito el tono soberbio y teatral de sus incesantes preguntas, algunas capciosas y otras gratuitas, que han empujado al juez a pedirle que se limite a las “pertinentes”.

Juristas tailandeses han mostrado sus dudas sobre la estrategia de la defensa y aconsejado la vía conservadora del arrepentimiento. No parece probable que sus abogados convenzan a este tribunal, ni a ningún otro del mundo, de la irrelevancia de aquellas confesiones o de los fines culinarios del acopio de armas.

Celeridad inusitada

El punto más robusto de la defensa es la falta de conclusiones del informe forense. El torso no ha sido encontrado así que no ha podido acreditarse la puñalada que sugería la camiseta agujereada de la víctima que fue mostrada por la policía. Sí fue hallada la cabeza y en la nuca hay una fuerte contusión que es compatible con la caída accidental durante un forcejeo. La muerte se produjo, según Sancho, cuando se defendía de un intento de violación y Arrieta se golpeó contra el lavamanos.

Al proceso le restan aún una cuarentena de testigos y tres semanas. Solo en la última semana declarará Sancho y aún pasarán entre uno y dos meses para que el tribunal dicte sentencia. Será, en cualquier caso, un proceso ventilado a una velocidad desacostumbrada en la Justicia tailandesa. Late la voluntad de darle carpetazo sin más ruido del necesario y por ello ha sido denegada la entrada de las decenas de periodistas españoles llegados a la isla. El juez ha ordenado un cerrojazo estricto que incluye amenazas de cárcel o expulsión del país a los que compartan información con la prensa.