Cuando fui por primera vez al Cabo de Gata con una chica pensé que no iba a poder volver. Creía que el faro, su vestido de rayas, el camping de Los Escullos, el acantilado a San José, el supermercado de la rotonda, la inestable mesa del desayuno, los letreros, los desvíos, que todo sería dolorosamente memorable cuando ya no estuviéramos juntos. Quizá si no fotografiara todo lo que me toca sería más fácil olvidar. Pensé que no podría volver a esas playas sin derramar un suspiro. Pero he decidido que no quiero olvidar. ¿Por qué renunciar a los días felices? Somos lo que acumulamos. Somos trozos de vidrio.

Hoy por la noche he pasado un poco de frío. ¿Por qué no dejo de soñar? Hago 49 kilómetros sin desayunar para tomarme unas tostadas en La Isleta del Moro, en una terraza donde nunca hay sitio. El mismo lugar en el que hace nueve años bebimos vino rancio con el corazón en pedazos. El mismo donde se nos pinchó la bicicleta. Aquel sitio desolado de hombres que salían del agua con focos en la cabeza y pulpos en las cubetas. Donde la calefacción no era suficiente. La cuna que ya sospechábamos que nunca usaríamos. 

El nombre de Felipe aparece en todos los edificios. Por fin sale un muchacho de la barra: ¿El hotel o la pensión?

He ido decenas de veces a La Isleta del Moro, mi punto álgido del Cabo de Gata, y los dos recuerdos más frescos son el éxtasis y la negrura, dos extremos que adoro. Luego vinieron más chicas, polvos en la playa, triatlones, verbenas de verano, y ahora este desayuno tardío con el Mediterráneo en los tobillos, todas las mesas con el mantel de tela, menos la mía, listas para la avalancha de turistas que en veinte minutos vendrán a comer, y el camarero girando a mi alrededor, nervioso, impaciente por que me levante. 

Fachada del hotel y del bar Felipe, en Carboneras (Almería). JOSÉ JUAN LUQUE

Señor, probablemente usted no estuviera aquí hace nueve años, cuando vine con mi amigo a machacarnos la vida, ni hace diez, cuando le hacía fotos en esa cala de enfrente a una chica morena y bajita, y entonces, cuando tampoco había en el pueblo esta multitud que se avecina, nadie nos molestó, nadie nos miró, nadie nos metió prisa, nos dejaron amargarnos en paz y rumiar nuestra tristeza, así que por favor, permítame terminar el párrafo, ahora que puedo describir la alegría. Me costó muchos años coger este sitio.

Se vende una casa. Llamo por fantasear, ni siquiera discuto los trescientos mil euros que piden. En el tejado se puede hacer una terraza. Hoy hay boira. Nunca hay que dejarse llevar por la pena. La pena provoca más pena. Llego a Rodalquilar, el hermano abandonado de La Isleta, sin mar, solo sequedad y cactus. Un círculo del que es imposible salir si alguien no da un paso al lado. Rompo a sudar. Me hago amigo de la lentitud. La aridez de las tres de la tarde pesa en las rampas de Hortichuelas. No hay supermercados abiertos en Agua Amarga. No puedo bajar a la playa de Los Muertos. Es muy densa la niebla. Me falta ropa para abrigarme. Hace media hora andaba en manga corta. ¿Por qué me olvido de agradecer? Frente a la playa del Corral, cuatro y quince minutos, me planteo montar la tienda: ¿Para qué? Los dedos blancos. Languidece el ánimo. Me voy a Carboneras, entrada horrorosa. Una mujer. ¿Tiene habitaciones? Es Fani. “No, pero llamo a mi primo, que tiene una pensión”. 25 euros. “Pero con tele y calefacción”. ¿Y si continúo? “Te lo mando para allá, va con bici, ¿se la guardas también?”. No le había contestado.

Playa de Isleta del Moro, en Cabo de Gata, el 30 de diciembre de 2021. JOSÉ JUAN LUQUE

El jefe no está. Tampoco coge el teléfono. El nombre de Felipe aparece en todos los edificios. Por fin un muchacho sale de la barra: ¿Quiere el hostal o el hotel? No sabía que tenían los dos. Tenemos medio pueblo, y hasta un kilómetro de playa. ¿Pero la playa no es pública? Sí, pero la tierra es nuestra. Me quedo la pensión. ¿Matrimonio o individual? La impresora se atasca. Mañana pagas. Mesita sin lámpara, villancicos en la calle, el agua hierve, me ducho, tres días después me ducho, gasto los cuatro geles, pongo música y me reconcilio con el tonto placer de cenar unas bravas con alioli y taparme con una manta azul de noventa centímetros.