Cuando escribo estas líneas, el dichosito covid-19 estrecha el cerco sobre cada uno de nosotros como las tropas de Alejandro Magno rodeaban a atenienses y tebanos en la batalla de Queronea; los hogares del planeta tienen ya en perspectiva cercana los reencuentros con los familiares a los que nos invitan cada año por estas fechas (a ver si no somos tan descastados y no lo dejamos solo para una vez al año) sin tener del todo claro si lo más próximo es el pavo o una peceerre, o si la velada va a ser un inolvidable episodio de solitaria cuarentena, como se han visto abocados al menos 6.000 cordobeses que empezaron a dar positivos en cascada entre el 14 y el 24 de diciembre. Vamos siguiendo el rastro tras el cotizado test de antígenos cuando antes lo que nos llamaba la atención era el satisfyer. Cómo cambia la vida por segundos. Aunque por un instante me voy a poner positivo en boca de terceros: «Quien pretende una felicidad y sabiduría constantes, deberá acomodarse a frecuentes cambios» (Confucio).

Cuando escribo estas líneas, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se acaba de entrevistar, vía telemática, con los mandatarios de las comunidades autónomas. Como resultado, los ciudadanos volveremos a pisar la calle ataviados como asaltadores de bancos, con el tapabocas como inseparable elemento en nuestro rostro aun al aire libre. Antes de la cumbre, cinco comunidades autónomas recomendaban que se adoptase la medida, cinco minutos después de la cumbre ya la criticaban. Algo que le está quedando muy claro a la ciudadanía es que la gestión de la pandemia, por desgracia, tampoco se escapa de la calculadora de votos, y Madrid ya fue un claro ejemplo de que puede dar buenos réditos electorales. Y lo de las mascarillas no ha gustado demasiado al pueblo. Cuando el Gobierno nos dio licencia para descubrirnos los rostros en plena calle lo celebramos como una liberación, no ya por la incomodidad que conlleva vivir con una FFP2 como segunda piel o segunda barba, sino porque parecía que se avecinaba el final de la pesadilla del coronavirus. Los pasos atrás, por más que la realidad es la que es, cuanto menos que asustan. El final no estaba tan cerca como pensábamos cuando nos poníamos en fila en el centro de salud el pasado verano o en ese palabro que en breve acuñará la RAE, el ‘vacunódromo’, para que nos enchufaran en vena el salvoconducto para la inmunidad, las esperadas vacunas. Hoy, con las cifras de contagios disparadas, pocos se acuerdan de que nadie dijo que ese fuese el final del SRAS-CoV-2 que nos trae por la calle de la amargura, o que no habría arma letal contra el virus mientras que no apareciese un antídoto esterelizante. Desde el instante en el que nos inoculaban el par de dosis correspondiente, pasábamos a ser potenciales asintomáticos de la enfermedad, portadores del virus y, por tanto, factores activos en la cadena de contagio; eso sí, los efectos no debían llevar a las cifras de ingresos en las ucis o en plantas de hospitales ni a las de defunciones de antes de que la vacuna empezase a circular en el interior de nuestros cuerpos. La vacuna no ha aniquilado al coronavirus, pero sí que ha salvado miles de vidas. A día de hoy los que más riesgo corren son aquellos que han encontrado en Miguel Bosé a su padre espiritual, que aplauden los conocimientos de medicina del autor de Papito mientras reniegan del criterio de científicos como Katalin Karikó y Drew Weissman, cuyo trabajo sobre cómo usar el ARN mensajero sintético para combatir enfermedades ha sido crucial para poder desarrollar dos de las vacunas contra el covid, la de Pfizer BioNTech y la de Moderna, con las que ya se han inmunizado a cientos de millones de personas en todo el planeta. Escuchar hablar a Bosé de vacunas y epidemiología duele tanto a los oídos como causaría que yo me pusiese a cantar Bandido en uno de sus conciertos. Lo peor es hacerle caso.

Cuando escribo estas líneas me piden de Canal Sur TV que les valore la que según mi criterio ha sido la noticia del año. No lo dudo, ni tampoco me hago el original (lo único original fue el pecado), les respondo sin lugar a dudas, y sin que crea que mi selección vaya a generar debate, que la adjudicación a Córdoba de la base logística del Ejército de Tierra. Llama mucho la atención la cifra de puestos de trabajo que la infraestructura traerá de la mano a la provincia cuando se encuentre a pleno rendimiento (échenle unos meses, los primeros edificios se espera que estén ocupados en el año 2023), unos 1.600, ahí es nada en un territorio en el que no sacamos pecho, precisamente, por nuestra capacidad para la empleabilidad; sin embargo, lo que ha convertido a la consecución de la sede de la futura base logística del Ejército no ya en la noticia más relevante de 2021 sino en una de las más importantes de la historia desde que se empezaron a poner los pilares de la Mezquita, ha sido que han tenido que pasar siglos para que Córdoba se industrialice, para que sus pilares económicos más sólidos dejen de estar vinculados a sectores estacionarios como el turismo o el campo, que seguirán siendo soportes imprescindibles para el crecimiento y el desarrollo, pero que tendrán por su misma vía a una potente locomotora de última generación centrada en la más alta tecnología, en lo que se identifica como industria 4.0, que también les va a aportar fuerza y crédito internacional.

Cuando escribo estas líneas miro, por tanto, al futuro con optimismo, un porvenir del que no debemos ser participantes pasivos, sino elementos activos. «Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado». Si la frase fuese mía quizás no me hagan caso, pero como la lapidaria pertenece a Miguel de Unamuno tal vez les comprometa. La que sí es mía es «la madre que parió a ómicron», aunque dudo que yo sea el único padre de esta cita.