Descubrí qué guardaba Córdoba en sus renombrados, históricos y populares patios una tarde de mayo en la calle Albucasis, en plena Judería, cuando yo era un jovenzuelo pubertón con la cara llena de acné y espinillas que se las enjuagaba todas las noches con aguas de Carabaña.

Era el tiempo en que empecé a mirar la belleza de una ciudad cuya larga historia era la demostración de que había cautivado a romanos, visigodos, árabes, judíos y cristianos. Con sus patios, por ejemplo, de los que ahora celebramos sus últimos cien años, cuando Córdoba se ha despertado ya del letargo del invierno y convierte en fiesta esa intimidad doméstica con forma de maceta, cal, lavadero y estrellas, con las que se puede hablar en ese trozo de cielo particular.

Mayo es el reencuentro en Córdoba. Si la belleza se encierra y se esconde, se convierte en un empeño baldío. Por eso, cuando es llegada la hora de que los olores y sensaciones son imposibles de contener, los patios se abren de par en par y un tumulto de vidas entra en ellos en el momento cenital de su ciclo, cuando la eternidad crece con apariencia de flor, las parejas deshojan margaritas y las guitarras le ponen música al cielo.

Es una fiesta, esta de los patios de Córdoba, casi paradójica porque utiliza lo que un día fue indigencia como estética, en la que lo festivo consiste en admirar lo que hasta hace poco era hacinamiento obligado para los más desheredados de la fortuna. Puede que una mala conciencia colectiva haya querido redimir sus culpas y ahora la ciudad en pleno acude con curiosidad a indagar en la intimidad ajena y a trasladarse, por unos momentos, a otras épocas en las que había formas de vivir en las que primaba la conversación, el roce y la sobriedad, y la naturaleza era tan cercana como una maceta.

Caminar de día por los patios es darle al sol la posibilidad de que la cal ciegue los ojos, que los geranios suavicen la sensación de calor y que las sombras del mediodía sirvan de oasis momentáneo. El atardecer y la noche, sin embargo, ofrecen otros misterios y perspectivas difíciles de igualar. Es cuando la luz comienza a fabricar escenarios mudables, el arte del baile y la guitarra a crear sensaciones imposibles y la suavidad de la noche a trazar itinerarios que se prolongan fuera de todo horario. Desde San Agustín hasta San Lorenzo, desde la Judería hasta San Basilio, las noches de mayo son -han sido siempre hasta estos tiempos de pandemia- un peregrinar por las calles de la historia de Córdoba a la búsqueda de sensaciones tan antiguas como los viejos moradores de los patios. Y cuando la realidad se confunde con la fantasía, la noche se estira y del patio doméstico el paseante se va a los públicos, a los escenarios de tablao y guitarra, enclavados, estos últimos cien años, en el Alcázar de los Reyes Cristianos, en las Caballerizas Reales, en la Casa de las Campanas, en los jardines del Palacio de Viana o en el antiguo Zoco municipal.

En los patios de Córdoba, donde las habitaciones dan a los naranjos, a las piletas y a los sauces llorones, se ha ido amontonando la belleza de generación en generación por paredes y recodos. El resultado ha sido un perfecto abigarramiento barroco, mezcla de olores, colores, recuerdos y vivencias. Por eso la ciudad, que no olvida su destino, se asoma a ellos por mayo. Y allí reconoce su alma popular.

Por San Basilio a Córdoba le crecieron las rosas, los geranios y los jazmines de forma espontánea. Umbríos y soleados, como sus serpenteantes calles, los patios de este barrio cargado de historia, con cierta evocación de ballesteros del rey, de almenas, de ejército, son la concreción del alma popular que ve y siente cómo la naturaleza echa raíces en una maceta y cómo la eternidad es capaz de hacerse un hueco florido entre estación y estación. Siempre que el calor humano mantenga sus desvelos.

Y por San Lorenzo, las fragancias parece como si tomaran aromas de incienso y de plegaria y, postradas de hinojos, elevasen a Dios un rezo. Barrio de santos varones, de apariciones desde las alturas, de conquistas medievales de reyes cristianos, de iglesias con belleza tan inusual como definitiva. Aquí las flores son como jaculatorias, como letanías floridas, como rosarios con cuentas de pétalos. Hay como una extraña confabulación entre este barrio y la trascendencia, entre la fe popular y el cosmos. Sus iglesias hablan de ello.

Por la Mezquita, en el barrio que presta nombradía, historia y sentido a Córdoba, los patios adquieren la trascendencia histórica de culturas y comportamientos encerrados en un mismo espacio. Por aquí han desfilado, y convivido, judíos, moros y cristianos. Y juntos, al atardecer, oyendo la voz del moecín o escuchando el toque de ánimas, han rezado a su dios particular. Mientras los arcos del patio servían de templo ecuménico y los olores de las macetas elevaban el ánimo a quienes imploraban a su dios. El milagro de la convivencia.

Luego está el patio que resume en su interior ese otro comportamiento humano que tiene que ver más con la transgresión y con lo prohibido que con la ley y lo establecido. Entre San Lorenzo, San Agustín y los Padres de Gracia, cerca de los Jardines del Alpargate y de San Juan de Letrán, por la calle Frailes, los aromas de los patios se hacen tan mundanos como un carnaval. Por allí, el gozo y la algarabía, la multitud y la máscara, el disfraz y la otra forma de entender la vida. La que se coloca una flor en la solapa.

Hay como una sinfonía escrita en el aire que retoma apariencias distintas según la estación. Es la ley de la naturaleza pintada por las paredes de los patios. Por octubre, cuando Córdoba celebra la fiesta del Custodio San Rafael y toda la simbología de la ciudad toma la fuerza y el vigor de una particular idiosincrasia, los patios vuelven a ser el punto definitivo de un estilo arquitectónico y vital basado en el espacio abierto, la cal y las flores. Córdoba no se entiende sin San Rafael, sin la Mezquita y sin el patio.

Precisamente, son patios, los de Viana, algo refinados, muy de corte, especialmente diseñados para jugar al escondite con la belleza y el amor. Aunque crecen en un barrio popular, la yedra que lame sus paredes, los setos que figuran un laberinto, las fuentes que derrochan agua con guiños de sol, y sus columnas, le confieren a este espacio ese especial toque de los elegidos. Aquí se viene a recrear experiencias robadas, a soñar mundos imposibles, a contemplar en una gota de rocío la cercanía de la inmensidad y de la gloria. A sentir unas fragancias que reviven en el interior de las personas la esencia del universo: estar en la tierra con la posibilidad de tocar, de vez en cuando, el cielo. Patios del Palacio de Viana... tan cerca y tan lejos.

Al contrario que el del Zoco municipal, un patio inspirado en la Edad Media, cuando las profesiones se agrupaban en zonas y la artesanía aún no se había mancillado. Y al patio de este zoco del siglo XXI miran cada uno de los vendedores de mil y una ilusiones.

En abril, cuando el azahar se diluye por toda la ciudad, los patios son la concreción evidente de que la felicidad puede llegar a convertirse en una esencia encerrada en un tarro. Balaustradas, paredes blancas, macetas a punto de romper, colores indescriptibles, cielos azules, guijarros en el suelo... El patio, por este mes, comienza a sentir la desazón propia de quien percibe que la belleza va a alcanzar su punto álgido y de que posiblemente «rompa aguas» por aquí. Entre el cielo y la tierra. En un patio.

Incluso en verano, cuando el sol tórrido ha dejado su huella de desaliento ambiental y bochornoso, los patios cobran ese protagonismo de los espacios escogidos. Cuando la luz se ha echado a dormir y la noche continúa siendo tan espesa como el día, una silla, un refresco, un geranio, un murmullo de fuente y el firmamento abierto son el disfrute de quienes saben utilizar los recursos que la naturaleza puso a nuestro alcance. Porque soñar y sentir es tan fácil y hermoso en una noche de verano en un patio...

Pero el milagro, con tenerlo tan cerca, no impresiona. Y los turistas, que son como almas en pena que siempre han rodado de país en país escudriñando la belleza universal y cuya presencia echamos de menos porque nos han dejado solos, siempre han demostrado ante los patios que, efectivamente, están ante una de las maravillas de la naturaleza. Esto no son rascacielos, ni hay cemento inútil. Hay piedra, barro, macetas, agua, naturaleza en ebullición, vida y humanidad. Cualquier rincón cobra sentido, ningún espacio está abandonado a su suerte. Y desde países lejanos unos jueces imparciales llamados turistas han venido siempre, antes de la pandemia, a corroborar el milagro.

Cuando llega noviembre las hojas de los árboles se tornan amarillas. Las avenidas suelen alfombrarse con naturaleza muerta. Hay en el ambiente un hálito de ausencias. Los crisantemos rezan una oración de difuntos. Y los patios, silenciosos, recónditos, con ambiente espeso, invitan a la reflexión, a la plegaria, a unirse y confundirse con el olor de albahaca. En el patio se vive, se disfruta, se canta, se requiebra, se lloran amores y ausencias y se desea la caricia. Y también, se arropa uno de soledad para quedarse a solas con sus pensamientos.

Hasta la lluvia se percibe de manera distinta desde un patio. Hay una ventana con los postigos abiertos. Detrás de los cristales, unos ojos tristes de mujer le hacen competencia al aguacero con sus lágrimas. Las hojas de las plantas, mojadas de lluvia, desprenden una luz cegadora cuando el sol del arco iris se posa sobre ellas. De las tejas caen gotas de forma persistente y un reguero de agua, que ha despejado cualquier atisbo de contaminación, va a parar a la alcantarilla. El patio está limpio y, ya, casi seco. Como los ojos de la muchacha de la ventana.

Pero ¿y qué descubrí yo en los patios de Córdoba cuando era aquel jovenzuelo pubertón con la cara llena de espinillas que curaba todas las noches con aguas de Carabaña? Por la Judería, en el de Albucasis, 6, había una muchacha morena, de tez aceitunada y ojos que hablaban, que nunca se desprendía de la belleza cordobesa de mayo, que era mi reclamo todos los atardeceres del mes, cuando las macetas recién regadas desprendían un olor a tierra mojada y las puertas de su patio se abrían de par en par. Un año, aquella muchacha que hablaba con sus ojos, ya casi mujer, faltó a la cita y se esfumó como un espíritu. Volví a sentir su presencia años después cuando detrás de los cristales de las ventanas de un patio unos ojos tristes de mujer le hicieron competencia a la lluvia con sus lágrimas. Quizá se acordaba de aquellas tardes de mayo del patio de Albucasis, 6, a donde Córdoba se asomaba para mirar el cielo y no perder el rumbo de su historia