Opinión | REFLEXIÓN

José Luis Montijano López

El silencio

Vivimos en un mundo lleno de ruidos y de interrupciones que quitan la paz y generan en muchas personas frustración y ansiedad.

Frente a esta vorágine de sonidos en nuestras ciudades y pueblos, en nuestras familias y en nosotros mismos, se alza como un valor excelso el silencio.

El silencio tiene dos acepciones principales en la lengua castellana: una de ellas es la ausencia de ruidos, la otra la de no hablar. Ambas son necesarias en la vida si queremos encontrar la felicidad y la paz interior.

El silencio no es un fin en si mismo. No se trataría ni de estar aislado del mundo, huyendo de lo que tenemos por delante, de nuestras obligaciones ni tampoco de estar callando siempre, sobre todo cuando, a veces, en la vida, tenemos el deber de hablar, bien para ejercer un derecho, denunciar una injusticia o simplemente corregir algo o a alguien que no lo está haciendo bien.

El silencio fundamentalmente me ayuda a entrar en mí mismo, primero, para escuchar en mi interior y conocerme mejor y, segundo, para descubrir lo que va bien y lo que puede ir mejor.

El silencio nos ayuda a ser dueños de nosotros mismos, favorece la reflexión, tonifica nuestra vida y genera bienestar a nuestro alrededor. 

Es en el silencio donde puedo hacerme las grandes preguntas vitales, quién soy, adónde voy, qué hago con mi vida. Y es también el silencio el que da a las cosas su verdadera perspectiva, me ayuda, con paz, a descubrir el camino que debo seguir y cómo actuar en mi familia, con mis amigos, con las personas que me relaciono a diario. 

El mundo está lleno de ruidos y de palabras ociosas. Frente a esto, qué bueno es callar para escuchar nuestra voz interior. En el silencio habla Dios.