Terminé mi trabajo como maestro en el colegio de Las Palmeras de Córdoba. Me jubilé, y empecé una nueva vida. Pero no me senté, aunque ganas no me faltaban, porque el cuerpo, malévolamente, jugaba contra mí, poniéndome piedras en mi camino para hacerme caer.

Dice el libro sagrado que el hombre, desde que nace, está abocado a la fosa.

Cambié de residencia, y la fijé a orillas del mar, pero la nostalgia de las cosas vividas, los paisajes que contemplé, los amigos, la familia, me hacen volver de vez en cuando a Córdoba.

Largo es el camino hasta llegar a la ciudad, se hace pesada, tanta carretera, y, cuando llegas, descansas. Quieres verlo todo, saludar a todos los conocidos, pisar todos los sitios que pisaste, hacer lo que hiciste tantos años, correteando la ciudad para tratar de socorrer al necesitado, disfrutar del momento, que, a lo mejor, ya no se repite, y cómo, no, ¡llevarte las cosas de aquí, de comer, que allí no hay!

En eso estoy, comprando pan, teleras, dulces, pastel cordobés, magdalenas, en el horno tan célebre del Brillante, cuando alguien me pregunta si soy don fulano, a lo que le digo que sí, un joven al que no veo hace 20 años, del colegio, que yace sentado con la mano extendida, haciendo lo que no quiere, pedir, porque se ha quedado sin trabajo.

Quiero decir, que lo que llevaba para allá, se quedó aquí, porque hace más falta en esa familia.

¡Maldito paro!