Opinión | Para ti, para mí

Cristo inaugura la “violencia de los pacíficos”

Los solemnes cultos a las imágenes en las iglesias, los retiros y ejercicios en las casas de espiritualidad, nos invitan al silencio interior

El tiempo cuaresmal sigue avanzando en los compases litúrgicos de la Iglesia, que abre sus puertas de par en par a la «religiosidad popular», de la mano de nuestras hermandades y cofradías. Los textos evangélicos se van centrando poco a poco en el drama de la pasión y muerte de Jesús, ambientándonos espiritualmente, no sólo para celebrarlos sino para vivirlos. Los solemnes cultos a las imágenes en las iglesias, los retiros y ejercicios en las casas de espiritualidad, nos invitan al silencio interior, a la reflexión personal, al examen de conciencia y a la conversión a Dios. Hoy, tercer domingo de Cuaresma, la liturgia de la Palabra nos ofrece el pasaje de la expulsión de los mercaderes del templo de Jerusalén. Esta acción decidida, realizada por Jesús cuando comienza a prepararse la Pascua, suscitó una gran impresión en la multitud y la hostilidad de las autoridades religiosas y de los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. El propio papa Francisco, comentando la escena, afirma que «no era una acción violenta, sino que fue entendida como una acción típica de los profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y excesos». No obstante, multitud de interpretaciones se han prodigado en torno a este pasaje. Quizá la más generalizada es la que afirma que «Jesús quiere corregir los abusos que se han introducido en el templo y especialmente la comercialización de lo sagrado». Para otros, Jesús va más allá y quiere denunciar con un gesto profético la misma teología en que el templo de Jerusalén se apoyaba, anunciando la llegada del nuevo templo, su persona, lugar definitivo de encuentro de los hombres con Dios. José María Cabodevilla, teólogo y escritor, ahonda en la escena y afirma: «La violencia con que Jesús arremetió contra los mercaderes ilustra de manera gráfica y más o menos soportable, esa indecible pasión que abrasa al Señor cuando contempla el mal del mundo. Ha habido hombres que, al lado de los mayores extremos de compasión, se convirtieron en portavoz y vehículo de la intransigencia del Dios tres veces santo, y clamaron, y fustigaron y trajeron plagas a la tierra». Pero esta visión no concuerda con la realidad evangélica: el Jesús que toma el látigo en el templo anuncia inmediatamente que, antes que el de Jerusalén, será destruido el templo de su cuerpo. No hay en rigor, en el látigo de Cristo otra violencia que la de la «verdad gritada». Y no sería, por ello, injusto decir que los únicos que entendieron la escena fueron los mártires. Hay una «violencia del mártir» y es la única cristiana. El mártir grita con su sangre, protesta con su muerte, lucha con su dolor. El mártir usa la violencia del «no doblegarse». Y misteriosamente, es ésta la única violencia que asusta a los violentos. El que imita, pues, al Cristo del látigo es y será el que proclama la verdad y no el que amenaza o extermina, aunque crea hacerlo al servicio de la verdad. El gesto de Jesús en el templo de Jerusalén puede parecerse a todo menos al gesto del que oprime o aplasta. En este sentido fue verdaderamente revolucionaria la expulsión de los mercaderes. Si Jesús hubiese sido un violento más, alguien que impone por la fuerza sus ideas, no habría habido en su gesto nada nuevo. Él inauguró, en cambio, «la violencia de los pacíficos». La de los que gritan la verdad y están dispuestos no a matar en nombre de ella, sino a morir por ella. Y ésta es la violencia que temen los poderes del mundo. Porque saben que el velo del templo se rasgó el día que ellos desgarraron el templo del cuerpo de Jesús. Porque saben que la semilla de la fe creció mientras ellos destruían a los mártires. Saben también que, en cambio, la fe se debilitará el día que los violentos sustituyan a los mártires.

El papa Francisco saca dos grandes conclusiones del pasaje de la expulsión de los mercaderes del templo: primera, «la actitud de Jesús nos exhorta a vivir nuestra vida, no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos llamados a tener siempre presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado». Es muy feo cuando la Iglesia se desliza hacia esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado». Y la segunda conclusión del Papa se centra en el «templo de cada persona»: «El mundo en que vivimos ha convertido el templo de la persona en un puro mercado, cuyo centro lo ocupa el máximo beneficio mercantil y financiero, en vez de ocuparlo el amor generoso y solidario». La Cuaresma continúa llamándonos con fuerza, aunque no la escuchemos. Me viene a la memoria la llamada de Jesús Montiel, en su libro «Sucederá la flor»: «Acaba de posarse una paloma en el alféizar. Me ha mirado algunos segundos y un movimiento mínimo ha bastado para que emprenda el vuelo. La vida es también un paréntesis entre dos vuelos. Primero caemos de un nido oscuro, inmemorial, en esta vida extraña. Luego, en el segundo vuelo, partimos a un nido envuelto en bruma, secreto. Quien parte con más amor, curiosamente, vuela más ligero». También a la Cuaresma, «sucederá la flor de la Pascua», mientras todas las campanas de la tierra repican a gloria. Con los versos del poeta católico León Felipe, de fondo: «Cristo, te amo, / no porque bajaste de una estrella, / sino porque me descubriste que el hombre tiene sangre, lágrimas, congojas... / El Verbo está en la carne dolorida del mundo».

Suscríbete para seguir leyendo