Opinión | Caligrafía

Manos viejas

Me miro mucho las manos porque no sé escribir a máquina. Es de las cosas que hago con corazón y sin técnica y acaban en un resultado bueno, como cambiar pañales o limpiar los platos o correr maratones. En vez de mirar el folio o la pantalla siempre se me desvía, por antigua desconfianza, la mirada a los dedos y las teclas, con la mano derecha bailando sobre la punta del índice y la izquierda tamborileando con su propio orden de la diagonal t-h-m para la izquierda. Pienso que si dejo de mirarlas se pondrán a teclear donde no es, aunque tras décadas de hacerlo mal el resultado es impecable y podría mirar a cualquier otro sitio. Por pura costumbre, prefiero mirar ya mis manos, que no reflejan mi pensamiento, que la pantalla o el folio, que lo van plasmando más despacio de lo que me brota, en un eco incómodo. Según la dificultad de lo que escribo voy quitándoles anillos y pulseras y reloj hasta dejarlas desnudas, soltando lastre. Pasando muchas horas al día viéndolas, siendo su capataz, rara vez les presto atención. Pero el otro día, conduciendo, las vi colgadas del volante y me sorprendió advertirles un rectángulo de piel afinada y más frágil, como de papel de seda a punto de romperse o masa mal cocida. Cuando tienen una mínima tensión, esa zona desaparece. No la veo ahora al escribir. Compruebo que la piel más seca y gruesa de otras partes, las venas como raíces que buscan salir de la tierra, van haciendo imperceptibles las cicatrices y las heridas. El tiempo hará, supongo, que haberlo vivido todo sea como no haber vivido nada, como haber sido viejo siempre: invisibles los cortes que me hice y me dejaron diminutas orugas torcidas y blancas.

Las manos me duelen a veces y pienso en un hilo de dolor que ata mis huesos vivos con otros que ya descansan, y observo la piel de elefante viejo que poco a poco se me va formando en los nudillos. No veo mis manos como traidoras, y de hecho confío en ellas para todo lo que les queda por hacer: cuidar y escribir y jugar con mis hijos y sostener los libros y las piezas de ajedrez a las que he de regresar, y construir artefactos de lego como un demente. Pienso que mientras hagan no envejecen, como escribía en un cuento Eloy Tizón: mientras escribo no puedo morir. El problema es que ahora no puedo dejar de verlas envejecidas. No ajenas: envejecidas, como cuando a un amigo le salen de golpe las canas en la barba en la semana o diez días que dejas de verlo, que es la versión triste y tardotreintona de dar un estirón en verano cuando tienes quince años. Qué viejo está este, piensas, y está tan viejo como tú. He dicho mucho de joven que quería dejarme el cuerpo consumido de vivir, y que se le notara la experiencia, y que pudiera coincidir el último aliento con el último momento en que ese montón de polvo pudiera mantenerse unido sin que se lo llevara el viento. Lo sigo pensando, aunque era mucho más divertido con veinte años, cuando mis manos me hacían las cicatrices en vez de borrármelas.

* Abogado

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