Opinión | Tormenta de verano

Ética y estética

La sociedad se cansa de que el centro de los problemas esté en los responsables de solucionarlos

Para un profesor de la asignatura Ética Social y Profesional, impartir cada año a los alumnos que terminan sus estudios, en el último año de grado universitario de la Facultad de Derecho, los contenidos de una materia tan importante es una responsabilidad, que uno afronta con firme determinación y pleno convencimiento. La ética es la moral aplicada, un saber práctico que orienta la acción humana, no pudiendo disociarse la ética personal de la social o la del trabajo, pues somos la misma persona con los mismos principios y valores las 24 horas del día. Por eso siempre recelé de aquellos responsables públicos que con una vida privada totalmente desordenada y disoluta, sin más referentes que el hedonismo o la propia complacencia, anunciaban mejorar la vida de los demás siendo incapaces de gobernar la propia. Especial relieve adquiere la ética pública, aquélla que se da en el espacio público, relacionada con los intereses generales y la organización socio-política de la convivencia, que persigue el bien común y donde se dan cita todas las profesiones y los responsables políticos, o los líderes económicos o de opinión de la sociedad.

Aunque al hilo de las noticias sobre la persistente corrupción, comprenderán Ustedes también el nivel de frustración que nos acecha, ante la sucesión interminable de las «hazañas» del golferío nacional. El saqueo patrio de todas las tramas y siglas, los casos recurrentes de corrupciones y corruptelas, no sólo políticas, sino también empresariales y financieras con las que nos desayunamos cada día, incluida la última trama sobre las mascarillas, la exclusión de los diferentes a la mayoría por cualquier motivación, la falta de límites al ejercicio de las libertades que colisionan con los derechos de los demás, las imposiciones fundamentalistas y un largo etcétera, lastran de manera profunda la mochila de nuestra convivencia, y nos sitúan en un escenario de cotidianeidad marcado por una falta de ética que asfixia el presente de las relaciones personales y el crecimiento de una convivencia sana, integradora y armónica, hipotecando además nuestro futuro.

De poco sirven confrontar programas de gobierno, si no somos capaces de exponerlos desde la autoridad moral, desde el compromiso ético, desde la coherencia personal. Estamos cansados de que el centro de los problemas sean aquéllos quienes tienen la responsabilidad de solucionarlos. Llevamos semanas no hablando de los ciudadanos y sus necesidades, sino de los políticos y sus problemas, sus faltas de entendimiento, sus mentiras, sus cálculos e intereses. En definitiva, la pequeña política, la del regate corto, se impone lastrada por una sociedad que cada día baja el listón de sus mínimos éticos, las líneas rojas del respeto, de la justicia, de la integridad o la singularidad. Lamentablemente, después de decenas de casos de corrupción en la vida política española desde la transición, que suman un montante de más de 124 mil millones euros, los últimos logros del progresismo gobernante, incomprensiblemente han sido rebajar las penas por la malversación de los fondos públicos e indultar a los delincuentes perdonando sus delitos e intentar amnistía a corruptos que malversaron para subvertir el orden constitucional a cambio de su apoyo parlamentario. Lo que parece una insensatez sin ética que alimenta la corrupción.

‘¡Indignaos!’ se titulaba el laureado libro de Stéphane Hessel, un alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica de este superviviente de los campos de concentración nazi y miembro de la resistencia francesa, un grito de alerta para no bajar la guardia y exigir aunque sea, no ya la ejemplaridad, sino al menos una ética de mínimos contra la que no cabe transigir. Indignaos, pues el cambio no vendrá desde arriba. La historia la escriben los pueblos y sus ciudadanos.

* Abogado y mediador

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