Opinión | PARA TI, PARA MÍ

Atractivos y desafíos de la vida consagrada

Dios va perdiendo interés en la medida en que no es reconocido como horizonte último de la existencia

A lo largo de este fin de semana se ha celebrado la XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, con el lema: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad», con su centro litúrgico en la fiesta de la Presentación del Señor, el 2 de febrero. Enseguida surge la pregunta: «¿A quién le interesa hoy la vida consagrada, los conventos de religiosas y religiosas, en trance de cerrarse muchos de ellos por falta de vocaciones?». La vida gira en torno a una «cultura posmoderna», instalada principalmente en las sociedades avanzadas de Europa, cuyos rasgos principales parecen dificultar la fe religiosa del hombre contemporáneo. Es, sin duda, una cultura de la «intrascendencia», que ata a las personas al «aquí y ahora», haciéndoles vivir solo para lo inmediato, sin necesidad de abrirse al misterio de la trascendencia. Dios va perdiendo interés en la medida en que no es reconocido como horizonte último de la existencia. La «cultura posmoderna» es una cultura del «divertimiento», a la vista está, que arranca a la persona de sí misma haciéndola vivir en el olvido de las grandes cuestiones que lleva en su corazón el ser humano. En contra de la máxima agustiniana: «No salgas de ti mismo, en tu interior habita la verdad», el ideal de no pocos parece ser vivir fuera de sí mismos. No es fácil así el encuentro con el «Dios escondido» que habita en cada uno de nosotros. Es tambien una «cultura», en la que el «ser» es sustituido por el «tener». Son muchos los que terminan dividiendo su vida en dos tiempos: «El dedicado a trabajar y el consagrado a consumir». El afán de posesión, alimentado por la gran cantidad de objetos puestos a disposición de nuestros deseos, es entonces el principal obstáculo para el encuentro con Dios. No es extraño que la pregunta aflore entre los estudiosos del hecho religioso: «¿Se puede ser cristiano en la posmodernidad?». Y más todavía: «¿Tiene sentido «encerrarse» entre cuatro paredes, enmarcar la vida en los llamados votos, consejos evangélicos o promesas, cuando no todo está tan claro como podría parecer y cada vez se alzan más voces pidiendo una reflexión renovada sobre ellos?». De hecho, en su último número, el Boletín de la CONFER (Conferencia Española de Religiosos) planteaba los «ocho desafíos de la vida religiosa hoy»: «Nuestras señas de identidad, cuidado en la formación y en el acompañamiento, misión compartida entre laicos y religiosos, decrecimiento que obliga a afrontar el futuro en comunión, cultura vocacional, conectar con la realidad del mundo, «redefiniendo» la vida consagrada en la cultura y la sociedad actual y, por último, discernir su presencia en el mundo de hoy». Esta Jornada Mundial se remonta al año 1997, cuando el papa Juan Pablo II instituyó un día dedicado a las mujeres y hombres de la vida consagrada. De hecho, esta celebración está relacionada con la Presentación del Señor, que conocemos popularmente como el «día de la Candelaria», fecha en la que se bendicen las velas que simbolizan a Cristo, que es la luz del mundo. Desde los primeros tiempos de la historia de la Iglesia, ha habido personas con una vocación especial de Dios, viviendo un carisma determinado, que asumían libremente esta llamada a la vida consagrada, siguiendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia por amor al Reino de los cielos. La Vida consagrada, en sus distintos carismas, como un arco iris multicolor, regala al cielo de la Iglesia y, en ella, a los más vulnerables, los descartados, todo lo mejor de sí misma. Alli donde hay una dolencia, una herida, una falta de amor, se hace presente la vida consagrada con sus detalles de ternura y misericordia.

Entre las voces que hemos escuchado con motivo de la Jornada de la Vida Consagrada, ha tenido un eco especial la del provincial de los Capuchinos de Cataluña y Baleares, Jesús Romero, exponiendo los destellos más hermosos de su vocación: «En mi caso, con una experiencia de conversión a los 16 años, mi entrada en la vida religiosa capuchina no se produjo hasta que cumplí los 40. Lo tengo claro: no soy religioso para salvar a nadie, ni lo soy pensando que soy mejor que otra persona que no ha tomado esta opción. Soy religioso porque a día de hoy, no podría ser otra cosa de lo que soy y porque ser religioso es lo que me define como persona y como religioso». A renglón seguido, el padre Jesús Romero defiende y subraya con fuerza el «atractivo discreto» que tiene la vida consagrada: “Claro, no se ve desde fuera, hay que lanzarse a la piscina. Es una vida en la que parece que se pierde la libertad con el voto de obediencia, pero se gana en generosidad y donación; parece que se pierde en poseer bienes y riquezas, voto de pobreza, pero se gana en el saber vivir con lo justo y necesario y el tener tiempo para dedicarlo a los demás; parece que se pierde el poder amar, voto de castidad, pero se gana el don de fraternidad dentro y fuera de nuestras casas, de nuestros círculos. Parece que pierdes «un montón de cosas»... ¡pero ganas tantas otras!». A la luz de las palabras de este capuchino, me venía a la memoria la frase tan real como esperanzada de León Bloy: «Hay una fuente al pie de todos aquellos que mueren de sed».

Suscríbete para seguir leyendo