Opinión | A PIE DE TIERRA

(In) comprensión lectora

Las últimas leyes de educación vienen contribuyendo de forma activa a la devaluación de la enseñanza

Hablar de la mala educación en España daría para mucho más que un artículo, porque, sin necesidad de que lo diga el Informe Pisa, cuyos resultados deberían avergonzarnos sin paliativos como país, se está convirtiendo en uno de los aspectos más definitorios de una parte importante de los españoles, incomprensiblemente cabreados, resentidos, irascibles y también un tanto agresivos. Es raro encontrar ya a jóvenes que se dirijan a sus mayores con el debido respeto, que pidan las cosas por favor o que den las gracias; y ni hablemos del cuidado que los profesores han de tener en clase para no decir nada que pueda resultar políticamente incorrecto, que pueda herir alguna susceptibilidad u ofender a alguien, o que quepa sacar de contexto y utilizarlo como carga de profundidad contra ellos para hundir sus carreras y sus vidas (¿quién les garantiza por ejemplo que no les estén grabando?). Todo esto añade una tensión enorme y por completo innecesaria a la labor docente, que hace sufrir mucho a quienes de verdad están en ella por vocación profunda; porque no me dirán que, siendo una profesión en la que cerca del 40% de sus miembros arrastran problemas graves de ansiedad o de depresión, no necesita de unos cimientos vocacionales tan sólidos como profundos para ejercerla en plenitud. Es, en cualquier caso, una situación compleja y poliédrica, de la que son responsables por un lado los propios docentes, en particular aquéllos que se alinean con determinadas formas de hacer, de pensar o de teorizar muy ideologizadas y siempre un tanto surrealistas, o llegan a la carrera sin vocación o sin la formación suficiente, pero también el colectivo en su conjunto, que quizás no ha sabido reivindicarse como debiera, permitiendo que la sociedad lo infravalore; por otro, los padres, que por regla general desautorizan automáticamente a los profesores frente a los desmanes, las incompetencias y las barrabasadas de sus hijos, y en tercer lugar los propios estudiantes, que de verdugos se convierten de manera involuntaria en víctimas, por cuanto al final son ellos quienes sufren en carne propia las limitaciones del sistema y salen a la calle sin los rudimentos necesarios para desenvolverse en el mundo.

Este último aspecto es, quizás, en el que radica la esencia misma de la educación, al menos entendida en términos académicos: hablo de esa etapa de la vida en la que nos conformamos como individuos con la ayuda de profesores que dirigen nuestro aprendizaje al tiempo que se convierten para nosotros en referentes integrales. La primera derivada, por tanto, parece evidente: ¿están todos los docentes a la altura de tan alta misión? Seguramente, no. La segunda: ¿cuentan los enseñantes con el apoyo institucional y social imprescindible para emplear el cien por cien de sus competencias en formar a nuestros jóvenes? Sin la menor duda, tampoco. Tercera: ¿son correctos los contenidos que integran los programas educativos de, cuando menos, Primaria y Secundaria? Vista la tendencia al adoctrinamiento más o menos larvado (incluso explícito) de los mismos estos últimos años, la respuesta ha de ser también negativa. Y una cuarta: ¿garantiza de verdad el sistema que las cosas funcionen como todo el mundo entiende que debería hacerlo? Las últimas leyes de educación promulgadas en España vienen contribuyendo de forma muy activa a la devaluación de la enseñanza al tiempo que potencian la promoción automática; esto ha tenido como consecuencia la desaparición de la cultura del esfuerzo, del mérito y de la capacidad, en beneficio de un buenismo insoportable que enrasa por abajo y que pretende que todos seamos iguales sin serlo; es decir, que penaliza a los buenos. Que cada cual extraiga sus conclusiones.

Del mismo modo, la reducción de nivel en los contenidos y el hecho de que los estudiantes trabajen más por proyectos y competencias que por formación y evaluación en sentido estricto ha motivado una bajada escandalosa del nivel general, que se viene manifestando, entre otros muchos aspectos, en su incapacidad para entender el lenguaje escrito o hablado y expresarse ellos con un mínimo de coherencia. En síntesis, han perdido en buena medida su capacidad de comprender lo que leen y también para crear un pensamiento complejo o entender un razonamiento abstracto, y esto los convierte en material mucho más manipulable para los gurús del pensamiento único, que prefieren borregos adocenados a individuos con capacidad crítica. Por eso, que ahora, en lugar de reconocer el fracaso estrepitoso del sistema educativo y arrimar el hombro para reencauzarlo entre todos de manera consensuada y conforme a modelos de éxito y bien contrastados, de dentro y fuera de España, pretendamos resolver el problema inyectando dinero para reforzar Lengua y Matemáticas, con premios para quienes impartan estas últimas de manera «socioafectiva», parece un chiste de mal gusto. Los problemas reales, sin duda, van por otro lado. Y lo peor del asunto es que en estos rifirrafes olvidamos a las verdaderas víctimas: justo ésas que, paradójicamente, cuentan cada vez con menos competencias para desarrollar como podrían toda su potencialidad como individuos.

* Catedrático de Arqueología de la UCO

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