Opinión | A PIE DE TIERRA

Dieta y aceite de oliva en el mundo antiguo (X)

Medio litro de aceite de la primera extracción costaba igual que el jornal diario de un artesano cualificado

En la ‘Hispania’ romana la calidad del aceite dependía de numerosos factores: tipo de aceituna, nivel de maduración de la misma, sistemas de recogida, transporte y almacenamiento, tiempo transcurrido entre recogida y prensado, modalidades de prensa utilizadas y grado de filtrado y decantación. En función de ello se obtenían diversos tipos de aceite, que variaban en acidez y pureza y alcanzaban niveles diversos de cotización y precio, pues los usos que permitían eran también diferentes. En las fuentes escritas no siempre coinciden los nombres; por eso, sus denominaciones son sólo orientativas. Sabemos que existieron, al menos, las siguientes categorías de zumo:

‘Oleum omphacium’ (’oleum ex albis ulivis’). Era el mejor. Se extraía de las aceitunas todavía verdes y se destinaba a usos religiosos, perfumes y medicamentos. El que se obtenía de la aceituna blanca adoptaba el mismo color y se tenía por el de mayor calidad, mientras el derivado de aceitunas «drupas» (no maduras para su consumo, pero sí en plena sazón) tomaba un color verde y se consideraba de calidad algo más baja.

‘Oleum viride’ (o ‘aestivum’): se preparaba en diciembre con las aceitunas en pleno envero, ya entre el verde y el negro, cuando dan más aceite, con un sabor suave y afrutado. En función, de nuevo, del tipo de recogida, tiempo de almacenaje, modalidad de prensado, etc., daba lugar, cuando menos, a tres subvariantes: A) ‘Oleum flos’: la «flor» del aceite. Equivalía en líneas generales a nuestro virgen extra actual, obtenido como hoy de una primera prensada. Era muy caro, por lo que se reservaba para las mesas de mayor poder adquisitivo y los alimentos más delicados o cuyo sabor quería realzarse. B) ‘Oleum sequens’: era el aceite que proporcionaba la segunda prensada, habitualmente reforzada mediante el uso de agua caliente sobre la masa de aceitunas a fin de favorecer la extracción del zumo (como, de hecho, se hacía también con los aceites de menor calidad). C) ‘Oleum cibarium’: obtenido de sucesivas prensadas, era de un nivel inferior y se utilizaba básicamente para la cocina, aun cuando su fuerte acidez hacía que se enranciara pronto, por lo que no solía durar más de un año.

‘Oleum acerbum’ (también llamado ‘maturum’): se obtenía a partir de las aceitunas recogidas del suelo, generalmente en mal estado, y su calidad era mínima. Columela lo llama «aceite de comer». Las clases más altas lo utilizaban para la iluminación.

Desafortunadamente, no tenemos mucha información sobre la evolución de los precios en época romana, pero contamos con algún documento de extraordinario interés que compensa aquella falta, ofreciéndonos cumplida cuenta de en qué medida también en la Antigüedad la especulación y las subidas abusivas de ciertos productos básicos provocaban inflación, carestía y, lo que es peor, hambre. Así ocurrió, de hecho, a finales del siglo III d.C., cuando las arcas del Estado no pudieron seguir soportando la sangría económica que suponía el ejército (unos 400.000 hombres en este momento) y la política imperial de «pan y circo». Esto, unido a la violencia característica del periodo, la crisis del comercio (con la implantación progresiva del trueque) y la abundancia excesiva de monetario en circulación, hizo que el dinero en efectivo perdiera casi todo su valor, llegándose a alcanzar una inflación del 1.000%. Para corregir esta situación, el emperador Diocleciano realizó una reforma monetaria, fijó dos nuevos impuestos (’iugatio/capitatio’), sobre tierras y personas y sobre los animales -para ello, mandó actualizar los censos de población y los registros de tierras de todo el Imperio-, y promulgó entre noviembre y diciembre del año 301 d.C. el ‘De maximis pretiis rerum venalium’, un edicto por el que regulaba estatalmente y en todo el Imperio los precios máximos y los salarios, a fin de evitar las situaciones a las que acabo de aludir, ante los insoportables abusos que se venían cometiendo, causa de calamidades sin cuento.

Entre los precios regulados -de más de 1.300 productos- se incluían, por ejemplo, los del trigo, el pescado, el vino, la cerveza, la carne de vaca, los garbanzos y también el aceite (¿les suena...?). Concretamente, el oleum flos se fijó en 40 denarios el ‘sextarius’ (’sextarius’= 0,54 litros; una 6ª parte del ‘congius’= 3,25 litros), el ‘sequens’ en 24 y el ‘cibarium’ en 12 denarios. Un precio altísimo. Medio litro de aceite de la primera extracción venía a costar lo mismo que el jornal diario, incluida manutención, de un artesano cualificado -carpinteros, panaderos, herreros, canteros...-, lo que un maestro de enseñanza elemental cobraba al mes por alumno, o que el estipendio de dos días de un obrero no cualificado. Si la plebe pudo, pues, acceder a productos tan cotizados como el aceite de oliva fue porque los emperadores lo incorporaron a la Annona y los grandes prohombres entre sus prácticas evergéticas, que incluían, una y otras, el reparto benéfico de alimentos. El Edicto de Diocleciano terminó en fracaso; dio paso a acaparamientos y a un feroz mercado negro que agravaron el problema y terminarían con la economía del Imperio. Poco después, Diocleciano abdicó y se retiró a su palacio de Spalato.

* Catedrático Arqueología de la UCO

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