Opinión | sedimentos

La voz

Los sonidos que percibimos a través de una voz serena transmiten placidez, relajación, sosiego; los berridos estentóreos proferidos por gargantas irrespetuosas, que atropellan, interrumpen y agravian al interlocutor provocan un malestar que suele conllevar la inmediata desconexión, bien psíquica o incluso material por parte de la audiencia, si se tratare de un programa radiofónico o televisivo. El oyente termina malhumorado, excitado y con pocos deseos de tornar a mortificarse con cualquier otra intervención violenta que eleve sus niveles de cortisol, tan nefastos para la salud.

Desde muy antiguo se afirma que la música amansa a las fieras; no vendría mal que como música de fondo sonase algún armonioso concierto a la hora del debate público. Y que tan apacible sonido pudiera elevarse por encima del tono agresivo de los participantes en cada ocasión en la que estos decidieran alzar sus bramidos hasta desgañitarse, con la intención de avasallar a los antagonistas en lugar de servirse de argumentos convincentes para un entendimiento enriquecedor.

Echo mucho de menos el tono cadencioso, incluso a veces algo engolado, de los locutores de música clásica; voces siempre afables, nunca estridentes; melodiosas y tan alejadas del vocinglero guirigay en el que culminan tantas tertulias afectas al ruido mediático, tal vez por un sumiso convencimiento de que así se genera audiencia y, por tanto, rédito económico. O, quizá, simplemente, porque gritar más y con mayor beligerancia supone una táctica válida y efectiva para silenciar al adversario y, la más de las veces, el único recurso a disposición del provocador carente de razón. ¿Y qué decir de la voz cuando se hace arte, en su más bella y ambiciosa mutación? Entonces, nos brinda armonía y paz, esa paz que nos aleja del mundanal ruido del que solo los sabios se alejan.

* Escritora

Suscríbete para seguir leyendo