Opinión | TORMENTA DE VERANO

Pasión por Córdoba

Para toda la ciudad, la gran noticia es el comienzo de la Semana Santa

Viernes de Dolores en San Jacinto. «Madre de la Clemencia/ muro de la misericordia/ pañuelo de los incurables/ flor de las flores en los patios de mayo/ virgen peregrina en las calles de Córdoba,/ visitadora de los que sufren/ reina de los mártires en las palmas de Acisclo y Victoria», en la letanía que García Baena le dedicara en 1989. El azahar anuncia el despertar de la primavera como el pregón oportuno anunció la llegada de otra Semana Santa. Las tulipas ya están limpias y las candelerías relucientes, las túnicas nazarenas planchadas, afinados los instrumentos y las imágenes dispuestas a su traslado, de unos pasos procesionales que aguardan recién montados.

Para toda la ciudad, la gran noticia es el comienzo de la Semana Santa. Mucho más allá de unos días de descanso o vacaciones, de ocupaciones hoteleras o de estrenos esperados, el titular es que Jesús de Nazaret visita nuestra ciudad: las calles que desenvuelven nuestras prisas, los hogares que cobijan nuestros quehaceres y espacios más íntimos, los trabajos y afanes de cada uno, las plazas que nos sirven de encuentro. Vivimos acostumbrados a las visitas de personajes ilustres, de protocolo y cortesía que llenan los espacios de los medios de comunicación. Pero este domingo, a lomos de una humilde borriquita, sin escoltas ni coches blindados, el Rey de Reyes viene para decirnos que, al contrario de como nos definiera Kafka, no somos extranjeros sin pasaporte hacia un mundo glacial, sino seres de esperanza en un mundo que sí tiene sentido. Cristo se presenta ante nosotros como Cautivo, Nazareno, Coronado de Espinas o Crucificado, y no viene a «vendernos» nada sino a compartir nuestros sufrimientos, a poner vendas de amor a desconsuelos y cicatrices.

No te lo pierdas, el Señor de la Historia viene a visitar Córdoba. Asómate a verlo, y quizás, como a Zaqueo, te pida hoy quedarse en tu casa. Jesús sale a nuestras calles para hacerse presente en la Córdoba de nuestros días y en la vida de quienes le buscan. Al doblar una esquina, cruzando unos jardines, anunciado bajo los sones de una marcha, también tú podrás decir «Dios existe, yo me lo encontré», como escribía André Frossard hace ahora 40 años en un libro autobiográfico. Al hilo del relato evangélico, me gusta pensar cómo serían esas escenas en nuestra Córdoba ‘jerusalemitana’: ¿quiénes son las hemorroísas de fe sencilla que siguen tocando la túnica del Maestro en tantas iglesias?, ¿cuáles son los leprosos y repudiados de nuestra actualidad a los que el Señor curaría?, ¿dónde entraría Jesús hoy con el látigo?, ¿cuáles serían las «malas compañías» que elegiría el Galileo para compartir sus veladas?, ¿quiénes son los sanedritas, fariseos y publicanos que hoy se dan golpes de pecho mientras explotan a sus hermanos? Seguramente, Jesús de Nazaret viviría de alquiler en algún barrio humilde de Córdoba o sus pueblos, conduciría un utilitario y hablaría ante nosotros con la autoridad sorprendente que nadie tiene hoy, es decir, con convicción en sus palabras, con coherencia en su vida, y amor y desinterés en su entrega.

Al pasar de los pasos procesionales, sigo viendo los pérfidos Herodes y respetados Anás de nuestros días, los Judas traidores y Pilatos poderosos que conviven entre nosotros, los cirineos anónimos que aligeran el peso de tantas cruces, y las Verónicas solidarias que secan nuestro sudor y, sobre todo, veo tantas madres con el pecho traspasado mientras cobijan bajo su manto toda la ternura y toda la esperanza posible. No, es una cabalgata ni un espectáculo cultural más. No es una escena costumbrista ni un espacio lúdico sólo para disfrutar. Es verdad que un paso procesional es una fiesta para los sentidos. Pero mucho más también si se vive desde esa fe que nos transmitieron de niños y se ha ido moldeando al paso de los años. Un espacio para el sentimiento y la emoción, para la escucha y el encuentro, para mirar y sentirse mirado con los ojos del alma. Ustedes ya me entienden, lo escribió otro francés Antoine de Saint-Exupéry hace muchos años, lo esencial es invisible a los ojos.

** Abogado y mediador

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