Opinión | COSAS

Naranjas de la China

Durante siglos, China envió a Occidente la radiografía de un gigante dormido

¿Da votos la política exterior? Generalmente, su incidencia en el electorado es inversamente proporcional al peso internacional de la nación. Entendemos que, en un debate de candidatos presidenciales, el minutado tiene que engrosarse en Estados Unidos y ser prácticamente irrelevante en la República de San Marino. Pero incluso para los norteamericanos lo que ocurre allende sus fronteras tiene un carácter secundario respecto a lo que afecta al mercado interior, y la diplomacia que reclama el ciudadano medio va más encaminada a azuzar el orgullo patrio que a fomentar disquisiciones geoestratégicas.

España se sitúa en esa banda intermedia de naciones en los que pueden resultar sonrojantes los aires de grandeza (muy cerquita estuvimos con los botos de Aznar sobre la mesa en el rancho texano de Bush). Pero el ostracismo es peor remedio que la enfermedad, máxime cuando los huecos se cubren pronto en política internacional --ahí está el ejemplo del gas argelino, en la que los italianos han aprovechado el volantazo de Sánchez--. Pero más allá de contrastados parámetros democráticos, está la personalidad del dirigente en cuanto a su posicionamiento en la esfera internacional. Paradigmas contrapuestos son Mariano Rajoy encabezando la introspección y socarronería gallega frente a esa suerte de narcisismo telegénico que transmite el actual inquilino de la Moncloa.

Pedro Sánchez viaja ahora a China. El PP no ha tardado en puntualizar que Rajoy ya se entrevistó con Xi Jinping para remarcar a su pesar la vis atractiva del autócrata chino. Sánchez no se arredra en el escaparate internacional y acepta esa sibilina invitación que pretende esparcir la cizaña en la coherencia europea. Pero acepta, con el postureo de un paladín, enfrentarse al dragón asiático. Durante siglos, China envió a Occidente la radiografía de un gigante dormido; los pulsos de una rutilancia que se transmitían en las fabulaciones de Marco Polo, o se calcaban en el lacado blanco y azul de los azulejos portugueses. Más tarde, serían la porcelana o los salones chinescos los que marcarían desde el exotismo la opulencia palaciega. A nuestros días ha llegado su reverso, con esa plastificación polivalente de los bazares chinos y ese tufo de desconfianza que se ha multiplicado desde el covid.

Quizá Xi Jinping haya querido fermentar su desquite contra el mundo occidental. Nada mejor que revisionar ‘55 días en Pekín’ y enervarse al contemplar a una actriz británica haciendo de viuda emperatriz con el simple truco de maquillar unos ojos rasgados. China está a años luz de aquellos tiempos de sojuzgamiento de principios del XX, cuando los bóxers casi eran una precuela del vietcong. Si Xi Jinping recurriese a los crípticos mensajes de un pastelito chino, le mentaría a Sánchez aquella película producida por Samuel Bronston y rodada en las afueras de Madrid, con muchos parroquianos de Las Rozas gastando coleta y quimono. Y si nuestro presidente estuviera ávido de reflejos, le replicaría que en esa película los españoles aparecimos como figurantes; que Alfredo Mayo representase al embajador español en la Ciudad Prohibida obedecía a su condición de actor fetiche del franquismo. Y en la verdadera rebelión de los bóxers, España no estuvo entre la coalición de ocho naciones que pretendía repartirse las zonas de influencia chinas.

Pese a las trapisondas y oscurantismos, o a todos los cantos de sirena entonados con dialecto cantonés, no puede rechazarse una invitación de la segunda potencia mundial. Nada se pierde con intentar persuadir al gigante, o confiar en que los elefantes se sigan asustando de los ratones. A lo más, el todopoderoso Xi puede evocar la Verbena de la Paloma o argumentar con casticismo el rechazo a las peticiones de Sánchez: naranjas de la China.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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