Opinión | COSAS

La correcta idiotez

Los giros gramaticales conocen la emergencia, pero también la subducción, cual si se tratase de placas tectónicas

En la parrilla televisiva, uno de los juegos más socorridos de los programas de entretenimiento ha sido el del mensaje distorsionado. Con independencia de sus distintos formatos, alguno de los cuales nos hemos dispuesto a practicar en alguna ocasión, su esencia era siempre la misma. Introducir en el oído del primer receptor una oración y traspasarla por diversos concursantes como si fuera una cadena de montaje, con todas las perturbaciones que contribuyen al surrealismo del mensaje final. Y es que nos chifla este divertimento tan naif, que revela la soberbia de incomunicarnos, como si dominásemos el arte de la oratoria y, sobre todo, el de la escucha.

De alguna forma, las adaptaciones de los clásicos de la antigüedad han pasado por ese chino. Incluso los textos de nuestro Siglo de Oro permiten una codificación contemporánea para que su esencia sea disfrutada por receptores que no entienden de paleografía o nos topamos con los escollos de los arcaísmos. A ‘sensu’ contrario, intentar imitar una literatura medievalista o cervantina es una operación de alto riesgo, donde posiblemente el lector no tenga conmiseración de tu impostura.

Los giros gramaticales conocen la emergencia, pero también la subducción, cual si se tratase de placas tectónicas. Pero una cosa es la propia fluidez de los tiempos y otra ese hegemonía tiránica del presente que bajo la bruma feliz del buenismo quiere capar toda irreverencia narrativa.

Roald Dahl ha sido una de las víctimas de esta Inquisición tan cuqui. Ante nuevas ediciones del autor de ‘Matilda’ o ‘Charlie y la fábrica de chocolate’, su editorial inglesa había considerado un proceso de reescritura para no traumatizar a la tierna infancia. Precisamente, uno de los personajes de esta obra adaptada por Tim Burton a su universo filmográfico, ya no iba a ser enormemente gordo, sino simplemente gordo. Dahl no vivió en el Quattrocento. Nos dejó recién estrenados los noventa y sus hijos tienen todo el derecho a soliviantarse con toda esa censura boba. Ante tanta corrección saturada de glucosa, la libertad creativa corre el riesgo de morir de coma diabético. Augustus Gloop, el niño que se lanzó al río de chocolate, era enormemente gordo y soez. Y esa calificación descriptiva, o incluso despectiva, no supone anatemizar a los gordos, ni contrarrestar en el texto esa provocación con una declaración expresa contra la bulimia o la anorexia. Esa idiotización que impide contextualizar también puede contagiarse de un falso supremacismo. En la larga marcha por las libertades civiles y eliminar todo atisbo discriminatorio, hizo un flaco favor retirar de las plataformas televisivas ‘Lo que el viento se llevó’, acentuando sus reminiscencias racistas. Que nos chirríe ese comportamiento del viejo sur es un síntoma positivo, pero la mayor pacatería sería lanzar esa película a las llamas de la ortodoxia. Sería lo mismo que hacer desaparecer de la Tierra todas las copias de ‘Otelo’, porque pueden incitar a la violencia de género.

Los herederos de Roald Dahl pueden estar tranquilos porque la editorial ha rectificado. Ahora el envite proviene de la reedición de las obras de Ian Fleming, precisamente por una reescritura de alusiones raciales ofensivas. Si los personajes de ‘007’ fueran tan chupipandis, toda la violencia de la trama sería un trampantojo. Y si segamos las aristas de la irreverencia, o raseamos toda libertad creativa, el mundo será dócilmente plano para que otros piensen por nosotros y dictaminen las fronteras entre el bien y el mal.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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