La desaparición de la reina inglesa, nada sorprendente dada su avanzada edad, ha adquirido una extraordinaria trascendencia universal, previsible entre sus súbditos, pero inaudita allí donde la imagen de la monarquía posee matices más bien impopulares e incluso en recónditos foros donde la temática palaciega es ignorada o menospreciada.
Si algo ha caracterizado al reinado de Isabel II ha sido su exquisita prudencia, manifiesta a lo largo de siete décadas y a través de un sin fin de situaciones de inmensa complejidad y dificultad extrema, las cuales siempre afrontó con semblante sereno y apacible, con un saber estar elogiado incluso por sus adversarios. Nunca perdió la compostura, ni tampoco nunca expresó públicamente opinión alguna, más allá de insignificantes detalles que no implicaron una toma de postura, muy en su papel de pilar estabilizador y cabeza más visible de un imperio que se desmoronaba pero que, sin embargo, ha mantenido razonablemente unidas su piezas más dispares. Por ello ha sido capaz de hacerse acreedora de un gran respeto en cuanto a su cometido político, éxito sin posible convalidación en el área personal, plena de numerosos escándalos familiares, alguno de grueso calibre, a todos los cuales su prestigio ha sobrevivido con notoria fortaleza.
Todo cuanto hoy atañe al Reino Unido, en la esfera política, social y económica, supone un potencial conflicto con el que habrá de lidiar Carlos, su sucesor, quien no accede a la corona envuelto precisamente en popularidad. Sin embargo, es llamativo que el pueblo inglés no parece culpar a Isabel de los actos pasados y presentes de sus descendientes. La reina prometió servir a su país con lealtad y sin regatear ningún esfuerzo; cumplió su palabra, el pueblo la premia por ello y, agradecido, llora su muerte con un sentimiento de sincero pesar.
* Escritora