Diario Córdoba

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Desiderio Vaquerizo

A pie de tierra

Desiderio Vaquerizo

Dieta y aceite de oliva en el mundo antiguo (III)

Para los griegos el olivo tuvo valor sagrado, carácter que no heredaría en Roma

El origen de los principales vocablos que hoy utilizamos para referirnos al olivo y su producción proceden del griego elaion. Del griego pasarían al latín, en el que oliva designa tanto al árbol como al fruto, y oleum al zumo de éste, detectándose cierta confusión al respecto que reflejan bien las fuentes escritas de la época: «...Olea es el fruto, oliva el árbol, y a un conjunto de éstos se le llama olivetum, como querquetum (encinar) o pinetum (pinar); al jugo le llaman olivum, ... -aunque muchos- ... con frecuencia utilizan indiscriminadamente tanto olea como oliva para el fruto, e incluso no tienen inconveniente en denominar con uno u otro nombre a cualquiera de las dos realidades» (Suetonio, Prat. 176, 92-95). Tales términos, que siguen existiendo en italiano (oliva y olio), se mantendrán en las lenguas románicas y coinciden en francés, portugués e inglés (olive), aunque a este último idioma llegan en realidad como préstamo lingüístico. Con el tiempo, al español, de fuerte base latina, se incorporarían dos nuevas acepciones: aceite y aceituna, derivadas del árabe. Según Feliciano Delgado, maestro indiscutible en estas lides a cuya memoria aprovecho para rendir humilde homenaje, esto obedeció a la sinonimia vocal entre olio (aceite) y oyo (ojo), lo que habría obligado, ya en el siglo XIII d.C., a tomar prestado del árabe el término al-zait, que en principio designaba todas las grasas, por lo que en ocasiones se alude a él de modo casi redundante: zayt al-zaytun, o, lo que es lo mismo, «grasa, o aceite, de aceitunas». De esta manera, los nombres que usamos actualmente en nuestra lengua son olivo para el árbol, oliva o aceituna para el fruto, y aceite para el zumo del fruto.

Serían los griegos, junto con los fenicios, ambos impelidos a salir de sus respectivas zonas geográficas de origen buscando metales, intercambio comercial de manufacturas -en las que ambos pueblos fueron maestros- y nuevas tierras en las que asentarse, los transmisores del cultivo de la vid y del olivo en el Mediterráneo Occidental, y por extensión del consumo generalizado de aceite, aceitunas y vino. Para los griegos el olivo tuvo valor sagrado, carácter que no heredaría en Roma salvo cuando celebraba ritos a la griega. Sí que compartió en ambas culturas un fuerte valor alegórico, como símbolo de paz y reconciliación, de triunfo y de victoria (incluso de resurrección). Así lo testimonian de modo explícito algunos textos de la época; entre ellos éste: «Ya se habían presentado embajadores de la ciudad latina cubiertos con ramitas de olivo a pedir una tregua...; les sigue Mnesteo, el reciente vencedor del certamen naval, ceñido de verde oliva» (Virgilio, En. 11, 100-101); o este otro: «Como la lucha parecía tomar mal cariz, el piloto consiguió, no sin dificultad, que Trifaina, como parlamentaria, propusiera una tregua...;tomando juramento a la manera tradicional, y echando mano a un ramo de olivo en el altar de la diosa tutelar del barco, se adelantó y se aventuró a entablar negociaciones» (Petronio, El Satiricón, 93, 2).

Parece confirmado que la exportación de aceite bético a Roma empezó como mínimo en época augustea, lo que es prueba evidente de que el cultivo del olivo y la obtención organizada de su zumo respondían, seguramente, a una tradición de siglos. Ya lo constató Estrabón: «De Turdetania se exporta trigo y vino en cantidad, y aceite no sólo en cantidad, sino también de la mejor calidad» (Geografía, 3, 2, 6). Sería no obstante Adriano, el gran emperador hispano que concedió a Roma uno de sus periodos más largos y contundentes de paz y prosperidad general, nacido en Itálica, criado entre olivos y habituado en su dieta al aceite de oliva, quien potenció con diversas iniciativas legales la producción y el comercio oleícola bético -básicos para el abastecimiento del resto del Imperio, muy en particular de su capital: Roma-, garantizando por un lado la compra de al menos un tercio de la cosecha a los productores, y primando la puesta en cultivo de tierras incultas o abandonadas, que a partir de la primera cosecha podían pasar a ser propiedad de por vida y transmitidas en herencia a los descendientes. Y en línea con tan avanzada política acuñó varias series monetales con la personificación en el reverso de Hispania que porta como atributo una rama de dicho árbol (antes lo había hecho ya Galba, emperador en 69 d.C, también muy ligado a las provincias hispanas).

Tras el triunfo del Cristianismo -¿cómo no recordar el final del Diluvio, anunciado por la paloma que llevó a Noé una ramita de olivo, símbolo de que había cesado la cólera de Dios, o el protagonismo de olivo y palmas, emblemas de paz y de victoria, en la entrada de Jesús en Jerusalén?-, el aceite de oliva acabaría desempeñando una función importante en las ceremonias, desde las relacionadas con el bautismo a las que acompañan al acto último del morir (imposición de los Santos Óleos); sin olvidar la relación del árbol con el sacrificio: Cristo fue prendido en el Huerto de los Olivos, y de olivo fue la cruz que arrastró hasta el Calvario y en la que recibió la muerte.

*Catedrático de Arqueología de la UCO

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