Las leyes educativas son literatura, no siempre de la bien escrita, y la realidad es otra cosa, como siempre. Lo extraño es que esta situación la conocemos todos, porque hemos pasado de una manera u otra por las aulas (como alumnos, padres o profesores), y sabemos lo que suele pasar en ellas, pero nos vemos obligados a vivir en el mundo de ficción que se crea en cada nueva ley. Por eso el número de los descreídos es cada vez mayor, no tanto por la letra impresa, sino por el maná de la inversión que no acaba de llegar nunca. Ya no es cuestión de que nos creamos lo de atender a la diversidad o lo de no dejar atrás a nadie o el más difícil todavía de la educación individualizada. Claro que como padres o como alumnos o como profesores creemos firmemente que la escuela pública debe atender tanto al más capacitado como al menos, pero lo que nadie nos explica es cómo dirigir un circo de tres pistas con el mismo presupuesto y personal que antes. A nadie se le escapa que sin bajar la ratio de alumnos por aula, cumplir la ley es imposible. Si el profesor se da la vuelta para explicar al rezagado, deja de atender a los otros veintinueve, y así en cada hora, día tras día, mientras la palabra inclusión recorre el Boletín Oficial del Estado sin bajar a la rutina de un centro educativo. Vivimos en un desierto en el que solo se nos aparece el dios tecnológico al que hemos entregado nuestros centros, para advertirnos a los ateos de la llegada de un infierno solo para quienes no mandan los libros digitales o no dejan usar los móviles en clase. Arrepentíos, nos grita cada vez que encendemos la pantalla y descubre que no hemos creado aún la clase digital en la que los alumnos recibirán troceados, masticados y hasta digeridos los materiales que los herejes preferimos explicar en clase.

Entre la ley sin financiación para aplicarla, y el dios iracundo, la vida en las aulas se va pareciendo cada vez más a la expulsión de un paraíso que no existió nunca. No nos engañemos, cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero sería de necios ignorar en qué punto de la travesía del desierto estamos. Da igual lo que se proponga. Sin los medios necesarios, toda reforma quedará en papel mojado hasta la próxima, que se acumulará para acabar adquiriendo el tono del moho y la humedad de los sótanos cerrados. En el camino, que un estudiante pueda obtener el título de secundaria sin haber aprobado nunca la lengua, las matemáticas, el inglés... es casi anecdótico. O que el título sea el mismo para todos, se esfuercen o no. O que la gamificación se use como la nueva biblia. Enseñar jugando. Jugando a enseñar. Lo malo es que las reglas del juego son ilegibles, no hay material ni equipo, pero a pesar de la supuesta modernidad sigue en pie más que nunca la diferencia entre vencedores y vencidos.

*Escritora y profesora