Martes. Un día normal. Prisas, a este paso no llegamos. Raquel deja a los niños en el cole, un besito, hasta luego campeones. Les dice a Marta y a Inma que no se para porque tiene mucha faena en casa, hoy no me paro, nenas, que tengo mucho lío, y además me tengo que llegar a Correos, mua, mua. Acelera el paso para hacer más convincente la urgencia de las ocupaciones a las que debe atender sin demora. Hoy no le apetece desayunar con ellas. Está preocupada. Mucho.

De vuelta a casa Raquel se para en Mercadona. Prácticamente acaban de abrir, pero ya hay gente, caras conocidas, abueletes con prisa, ese muchacho de la plazoleta que lo compra todo light. Raquel se permite improvisar en la sección de lácteos. Le manda un audio a su marido por si se le ocurre algo que haga falta. No le contesta.

Al llegar a casa pone la radio. Sabe que la parte sería del programa que suele escuchar ha terminado y que ahora empieza la otra, los chascarrillos, las imitaciones. Le gusta estar informada, pero últimamente evita la avalancha de titulares relativos a tasas de incidencia, presión hospitalaria y posibles restricciones. El bucle parece interminable. Un desayuno moderado: té verde y tostada de pan integral con aceite. Luego se pone con la casa. Las ventanas. Las camas. Los pijamas de los niños, la costumbre de oler los pijamas de los niños. Los juguetes en las cestas. El baño. La preocupación. La lavadora. Sube a la azotea. Desecha con dificultad la idea de fumarse un cigarro. Se llega a Correos. Mucha cola. Más preocupación.

La comida. Crema de calabacín y pechuga empanada con patatas fritas. Las dos menos cuarto. La ha cogido el toro. Va a por los niños, ¿qué habéis hecho hoy?, venga, la tele un ratito, que ya mismo está la comida. Está empanando las pechugas cuando se percata del temblor del móvil sobre la encimera: «Mamá». Ha llegado el momento que no quería que llegara. El corazón latiendo fuerte. Se le pasa por la cabeza no cogerlo, no quiere cogerlo, pero piensa que puede ser por algo importante y llama a su hijo intentando otorgar normalidad a la situación, cógelo y pon el altavoz, que es la abuela y tengo las manos manchadas. El niño se queda en la cocina a pesar de los gestos de la madre para que vuelva a ver los dibujos, testigo de una conversación intrascendente hasta que la abuela dice «oye, que tenemos que decirle a la prima Eva que vamos a la boda». Como ayer. Entonces Raquel confirma su temor y acelera el final de la llamada, bueno, mamá, ya hablamos por la tarde, que estoy con la comida. Y sigue empanando filetes. Y le falta le aire. Y no puede creerlo. No puede creer que hoy haya pasado otra vez. No puede creer que su madre le haya vuelto a decir lo de la boda de la prima Eva… con lo que es su madre. No puede creer que así como así, de repente, su madre no sea capaz de recordar que la prima Eva se casó este mismo verano.