Con la llegada de los Reyes Magos a los hogares finalizan hoy otras navidades raras; quizá no tanto como las del 2020, pero igualmente marcadas por la pandemia y ese miedo al contagio, ahora masivo aunque menos virulento, que se ha instalado en nuestras vidas como una enfermedad crónica. Aun así, ni el temor al covid ni sus consecuencias, entre ellas la crisis económica caldeada por la incertidumbre ante lo que pueda venir, evitaron que las fiestas hayan vuelto a estar marcadas por el consumismo. Una media de 258 euros, un 7% más que el año pasado según las estadísticas, nos hemos gastado los españoles nada más que en regalos. Porque mejor no mencionar el coste de una mesa bien surtida, con la inflación galopante acarreada por el subidón de la luz y otros muchos servicios y productos de primera necesidad.

Pero no en todas partes pueden permitirse el lujo de celebrar la Navidad -ni siquiera entre nosotros han podido hacerlo algunas familias ni muchas personas sin techo-. Es una realidad que conocen bien los dos centenares de misioneros de la diócesis de Córdoba repartidos por las zonas más desprotegidas de los cinco continentes, testigos directos, cuando no también ellos víctimas, de carencias de todo tipo. Les faltan alimentos y una asistencia sanitaria mínimamente garantizada, la básica y la que imponen las actuales circunstancias. Envueltos en nuestros propios problemas, que no son pocos, se nos suele olvidar que en el antes llamado Tercer Mundo -ahora países emergentes por mor de lo políticamente correcto-, y sobre todo en África y Asia, faltos de vacunas, el coronavirus está devastando a la población; como tampoco reparamos en que nadie estará a salvo mientras el covid se cobije en el último pliegue del mundo. Y a veces lo peor no son las necesidades, sino las guerras y amenazas constantes, que obligan a quienes las sufren a huir de sus casas con lo puesto y buscar refugio en países que los rechazan, si es que antes no se han muerto por el camino. «Veo a mi gente desesperada, rota por dentro por la falta de futuro, dispuestos a cruzar el agujero negro del Sahara para llegar al azul cementerio del Mare Nostrum y pegar el salto a Europa», lamenta en tono casi poético el obispo de Bangassou en su carta navideña de este año.

Juan José Aguirre Muñoz ha vuelto a enviar desde la República Centroafricana -donde lleva ya 41 años, 23 de ellos como máximo representante de la Iglesia católica- un texto conmovedor en el que describe con su soltura habitual la situación que soportan las gentes de esa parte olvidada del planeta; aunque no del todo, que desde Córdoba la socorre desde hace veinte años -se cumplirán el 12 de junio-, la Fundación Bangassou, a la que se deben muchos de los logros asistenciales y educativos de un lugar que une a su pobreza endémica una guerra civil soterrada y permanente. En este sentido, las palabras del obispo cordobés arrojan una fuerte crítica hacia los países ricos y sus gobernantes, a los que acusa directamente de sostener el conflicto «con dinero que mata a muchos pobres de esta tierra». Así, recuerda que, ante los kalasnikoffs que exhibían los rebeldes como siempre, hubo de reunirse la conferencia episcopal con movimientos restringidos a causa de las bombas lapa «made in Belgique», apunta el prelado, sembradas por terroristas de un grupo llamado 3R, defensor de una ideología criminal. «Me da la impresión de que en España pecamos de cándidos cuando ponemos alfombra roja a ciertos jefes de Estado -denuncia monseñor Aguirre- cuando llegan susurrando cantos de sirena con olor a dinero abundante». La Navidad, rica o pobre, ya se acaba, pero hay muchas injusticias que por desgracia permanecen.