Todos en algún momento de nuestras vidas nos consideramos irreductibles y pensamos que estamos resistiendo frente a un poder opresivo o que simplemente estamos resistiendo, pero eso en muy pocos casos es cierto, porque es muy fácil creerse irreductible cuando se come con el poder, se duerme en sábana caliente y se vive disponiendo las próximas vacaciones sin atender facturas y sin que nos importe dónde arderá la próxima hoguera de la indiferencia.

Cuando era niña había un señor en el colegio donde yo estudiaba que no era maestro y que sin embargo era el que abría el colegio por las mañanas y lo cerraba a última hora de la tarde. Nadie hablaba de él, porque simplemente era un tipo que había decidido pasar indiferente, no sentir ni amar y a pesar de eso seguir viviendo de la forma más anodina y triste que una niña de diez años pudiera imaginar. Apenas hablaba, porque decía que ya lo había escrito todo y que en las fosas únicas del pensamiento había muerto el hombre libre. Decía eso y pocas cosas más. De vez en cuando hablaba del amor platónico y se reía con su risa estropeada y sin embargo yo lo recuerdo feliz, acariciando las rosas que vivían junto al estanque y dibujando en sus pensamientos las otras horas que un día vivió y en las que posiblemente fue infeliz y por eso había acabado no dando consejos, ni tomándolos y entendiendo la vida como una suerte de actos donde siempre se gana en el resplandor de la derrota.

Un día, era casi Navidad, el hombre se desplomó alrededor de uno de los rosales del estanque y hubo un gran revuelo. Era un hombre grande y nadie sabía qué hacer: los niños murmurábamos y los profesores esperaban las órdenes del director, que impuso que todos nos alejáramos hasta que llegara una ambulancia. Y así fue. Todos nos alejamos sin saber si el hombre que todas las mañanas nos saludaba y todas las tardes nos despedía con educación y cortesía, todavía respiraba, y sin siquiera tomarle las manos, para que si se estaba marchando no se fuera solo de todo. O al menos no tan solo como había vivido.

A las semanas, recuerdo que volvió y todo adquirió el tono de la cotidianeidad de las cosas bonitas y de los días inmóviles. Su gesto estaba allí por las mañanas y volvía a estar cuando se cerraban las puertas y nos decía adiós. Y mientras los niños gritábamos en el recreo, él mimaba las rosas del estanque a las que trataba como si fueran una amante inconfesable y prohibida.

Creo que llegué a espiarlo y creo que él lo sabía y se dejaba espiar, porque hacía muchos años que había comprendido que la única forma aceptable de vivir es no creerte mejor, ni lleno de consejos que manan de las propias heridas que no se han sabido cerrar y que de nada sirve lamerse. Una vez lo escuché cantar y comprendí que él sí era un ser irreductible, que amaba seguir viviendo por el simple hecho de amar.