La salsa de la vida no sería verdaderamente sabrosa si no surgiera gente de esa que parece nacida para sorprender y descolocar al resto. Como Julio Merino, periodista, escritor, editor y uno de los hombres con la cabeza más agitada y llena de ideas –siempre polémicas, como corresponden al provocador que es- con que puede uno encontrarse. Lo de Merino (Nueva Carteya, 1940) es pensar, decir y hacer muchas cosas a la vez porque cree que si para se muere. Y esa hiperactividad la ha ejercido tanto en Madrid, donde durante más de cincuenta años dirigió periódicos de ámbito nacional y fue maestro de otros maestros del periodismo, como luego en Córdoba, ciudad en la que se instaló ya con 70 años, estrenando jubilación, divorcio y vida. Quiso reinventarse al calor de los orígenes, y lo hizo a través de una escritura incontinente, un furor letraherido y noctámbulo. El mismo que le lleva a parir de noche -y dormir de día- artículos que ahora, arrojado del papel de prensa porque puesto a explayarse Merino es una bomba de relojería, envía por montones a medios digitales afines. Y le queda tiempo para pergeñar tres o cuatro novelas históricas por año, muchas firmadas junto a Pilar Redondo, que aporta documentación y poesía. Son obras de amor y gestas en las que hurga en la intrahistoria con prosa fresca y casi espontánea, editadas por su propio sello, JM Ediciones, y dadas a conocer en sucesivas performances con mucho de teatro, su mayor pasión, ante un público entregado. Pues es justo advertir que Merino, lenguaraz y gritón, sabiondo y bastante tocapelotas, es un tipo amigable y generoso que esconde su ternura con fiereza histriónica bajo toneladas de información obtenida en la primera línea del periodismo; un señor que se pone el mundo por montera sin importarle suscitar rechazos, quizá porque son también muchas las admiraciones que cosecha.

La última presentación que montó, el pasado junio y de la mano de su amigo Mario Conde, fue la del primer tomo de sus obras completas –sus 15.000 artículos y 125 libros requieren otros quince-, publicado por SND Editores. Esas obras completas, en las que, tan ambicioso como romántico, Julio Merino tiene puestos los sueños de inmortalidad que le acompañan desde muy joven, no han logrado la proyección mediática que él hubiera deseado. Y eso, unido a serios problemas de salud que le hacen depender de una bombona de oxígeno, y desde la pandemia sin poder recibir visitas en su despacho del bar junto a su casa, que tanta vidilla le daban, le tenía mustio y cariacontecido. Se sentía abandonado de todos, condenado a lo que llama «una muerte civil» en castigo por su incorrección política: Sánchez sobre todo, pero también Casado, son sus mayores bestias pardas, como lo fue Suárez cuando la Transición, de la que Merino fue testigo privilegiado y a veces actor secundario. También le dolía que no se le perdone esa manía quijotesca que tiene este hombre de alargada y triste figura de liarse a mamporros para desfacer entuertos. Hablo en pasado porque a la hora en que escribo sus problemas son otros: desde Nochebuena, cuando a sus 81 años trataba de reponerse de una caída doméstica que lo dejó maltrecho, Julio Merino está hospitalizado con covid. Y aunque no parece que esté muy mal -sigue mandando columnas a ‘El Correo de España’ desde la cama-, yo no dejo de acordarme de sus peticiones, subliminales pero continuas, de que escriba sobre él y sus libros. Hasta el punto de que, lagarto lagarto, no sé si en serio o en broma pretende desde hace tiempo que componga ya su necrológica para llevársela puesta. Así es que, sin la menor intención de ofrecerte un obituario -que envolvería en frases y hechos más floridos-, van por ti estas líneas, Julio, deseando de todo corazón que te lleguen al hospital. Ánimo y al toro.