Ayer celebramos, en la liturgia de la Iglesia católica, la Natividad del Señor. Hoy, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Ayer, la Gran Noticia, transmitida en la primera Nochebuena de la historia por un coro de ángeles, los primeros periodistas de la historia, a los pastores que velaban su rebaño en la alta madrugada palestina. Hoy, en un salto cuantitativo, la Iglesia quiere ofrecernos, mientras contemplamos en los «belenes» a Jesús, María y José, la fiesta de la Sagrada Familia. Ayer, el recuerdo y la celebración actualizada de aquel sublime momento de la historia donde Dios y el hombre se encuentran, porque es, sin duda, el argumento central de la Navidad: El momento en que la Palabra de Dios se encuentra con el ser humano y cambia la historia de la humanidad. Ese «momento» podemos describirlo de mil maneras, pero todas coinciden en esa espléndida contemplación de «Dios con nosotros», de «Dios que nos ama», de «Dios que se rebaja de su rango con la grandeza de su amor». No es otra la clave de la Navidad, ni otra la sustancia y raíz de lo que celebramos que «la encarnación de Dios», colocando su tienda de campaña en las entrañas de una humanidad sedienta y anhelante, golpeada por el mal y la maldad, que nos despeña en el dolor, en el sufrimiento y en la muerte. Por eso, el famoso villancico «Noche de paz», de Franz Gruber, llama a la Nochebuena, «noche de Dios». Y por eso, la Navidad es la revolución que el mundo necesita, la «revolución de Dios», la «revolución del amor», el nacimiento de una humanidad nueva, en la que esté presente el amor, la misericordia, la fraternidad y la paz. Y en este primer domingo después de Navidad, la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. Nuestros «nacimientos» nos muestran a Jesús, a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. «Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre como nosotros», nos dice el papa Francisco. Y subraya con fuerza: «La Sagrada Familia es un ejemplo para nuestras familias, para ayudarlas a convertirse en una comunidad de amor y reconciliación, donde se vive la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres expresiones claves para vivir en paz y alegría en la familia: «por favor, gracias, perdón». Cuando una familia respeta a sus miembros, pide las cosas «por favor»; cuando sus miembros no son egoístas, aprenden a decir «gracias»; y cuando reconocen que se han equivocado, saben pedir «perdón». En una familia así reina la paz y la alegría». Estas palabras del papa Francisco, convertidas en fórmula preciosa, constituyen, sin duda, toda una lección magistral y práctica para las familias. Y es que, el anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar, en un segundo momento, a los distintos ámbitos de la vida cotidiana. Hoy se habla mucho de la crisis de la institución familiar. Ciertamente, la crisis es grave. Sin embargo, aunque estemos siendo testigos de una verdadera revolución en la conducta familiar, y muchos han predicado la muerte de diversas formas tradicionales de familia, nadie anuncia hoy seriamente la desaparición de la familia. Al contrario, la historia parece enseñarnos que en los tiempos difíciles se estrechan más los vínculos familiares. La abundancia separa a los hombres. La crisis y la penuria los unen. Ante el presentimiento de que vamos a vivir tiempos difíciles, ya estamos viviéndolos, son bastantes los que presagian un nuevo renacer de la familia, el espacio en el que se nos respeta y quiere no por lo que hacemos, sino porque «somos», «el lugar donde todo el mundo sabe tu nombre».

** Sacerdote y periodista