Abandoné Fue la mano de Dios justo en el momento en el que Fabietto y su hermano Marchino se abrazan frente al mar Tirreno. No me interesan sus vidas, pese a la tragedia, pese a Maradona, pese a la baronesa en camisón, pese a la tía Patrizia, pese a las gordas en bikini maquilladas como vedetes. Ya no puedo decir: «Adoro a Sorrentino». Ahora sólo puedo decir: «Algunas películas de Sorrentino me acompañarán toda la vida». El otro día un amigo me confesó que había abandonado ´Prórroga´, la novela con la que debuté este año. Le había angustiado, me contaba, la oscuridad del protagonista y no tenía el cuerpo para dramas ajenos, porque ya iba bien servido con los propios. Intentó suavizarlo diciéndome que era un aplazamiento, no un adiós definitivo. Que quizá volvería a mi libro cuando tuviera mejor ánimo. Le aclaré, por coquetería, que el libro era un viaje hacia la luz, un canto a la vida, y que si empezaba tan crudo era para que fuese palpable ese viaje desde el dolor a la redención de su personaje principal, un ex portero cansado de todo. También de sí mismo. Excusas. Al rato de colgarle el teléfono a mi amigo, tras su desbordada sinceridad, tuve que enfrentarme de nuevo a algo que ya sabía, pero que nunca deja de incomodarme: Uno no puede gustarle a todo el mundo.

En su nueva película, Sorrentino afea el mundo y yo, lo siento, no encuentro ternura en su desdén. Ni la locura tiene profundidad ni el presente está preñado de futuro. Me irrita la caricatura, la distorsión, porque ya veo el mundo bastante horroroso desde hace tiempo. No necesito un subrayador. Exijo belleza, aunque sea pequeña. Si no luz, algo de brillo. Un camino, un destello, una turbia esperanza. Aburrido por lo que sucede en la pantalla, cansado de Vespas y narigudos hieráticos, miro hacia mi izquierda. Ella está viendo la película conmigo, apoyada sobre mi hombro, y pienso: Aquí está todo lo que merece la pena de este largometraje. Sus mejillas azuladas por el brillo de los cielos napolitanos. El cansancio del día esbozado en sus párpados. La sonrisa encapsulada. El pijama de otros Reyes. Una manta para mitigar la nostalgia del brasero. Las manos calientes. Un corazón que siempre es presagio de tormenta.

Es tarde. Le pido parar la película. “¿No te está gustando?”, me pregunta. “No mucho”, digo titubeando. “Pues ya somos dos”, me dice. Menos mal, pienso. Me alegro de que esta súbita antipatía no sea sólo cosa mía. No es fácil sentirse impermeable al arte. Nuestro sofá es un acantilado. Un paso en falso y sólo abismo. Ningún amor sobrevive si no tiene un sofá al que aferrarse. Ese castillo blando. Ese encuentro en la noche, fatigados y somnolientos ya, con cientos de películas por ver, con los platos de la cena arrinconados en la mesa. Se ha escrito mucho sobres las camas, pero poco sobre los sofás. Las camas son escaparates, los sofás son trastiendas. Las camas son una suma de instantes, el sofá una medida de los años. Decisiones reñidas. El potreo de los niños. Me gusta de los sofás su envejecer lento. Su suave desvencijarse. Los sofás sobreviven al amor. También al mal cine y a los partidos que acaban cero a cero. Sobreviven a las manchas de chocolate y a las mudanzas. Los sofás son diarios adolescentes y amores nuevos y amores rotos y amores que ni siquiera existieron.

Pasé mala noche por haber abandonado la película, con las ganas que tenía de que la estrenaran, y al día siguiente, con insospechado entusiasmo, quise terminarla; por ver si el director lo había guardado todo para el final. Por ver si había un plan, un avanzar zigzagueante que preparaba al espectador para una genialidad en los postres. Por si el problema era yo y no él, en definitiva. Que Sorrentino es un genio ya lo advierten los periódicos. Yo en los genios confío siempre, hasta para ser decepcionado, porque incluso el fracaso necesita talento. Los hay que caen porque no llegan y los hay que caen porque han ido demasiado lejos. Los genios, obviamente, son los segundos. Porque, aun perdidos, exploran la jungla. Se internan donde otros nunca tuvieron valor de estar. Los primeros son, en el mejor de los casos, tristes orfebres.

La película no mejora. Acaba como empieza: tediosa y hueca. Entre medias, una conversación brillante. La que tiene con un irreverente director de cine, Antonio Capuano. Si Sorrentino se aplicara el cuento de lo que dice su personaje Capuano, posiblemente ´Fue la mano de Dios´ no hubiera sido filmada. En enero quiero empezar a escribir mi nueva novela, pero no sé si tengo una historia, no sé si quiero lo suficiente a los personajes que ahora imagino. Yo, que me he roto muchas veces, ni siquiera sueño con los juncos. Soy frágil espiga. Siento estas palabras, Paolo. Lloré dos noches seguidas en el cine por tu Gambardella. Lloré cuando murió Maradona, porque en su existencia quebrada hay astillas de las vidas de todos nosotros. Pero el otro día, cuando acudí ilusionado a tus palabras y a tus planos, no encontré nada estremecedor. Es cosa mía. Lo sé. Quizá no estoy en un buen momento para dejarme llevar por estos viajes iniciáticos. Sí que te agradezco sus ojos en la costa de mis mejillas. Alargando su interés en la película por amor hacia mí. Ella es todo. Los sofás son una suerte de motor. El mundo avanza mientras luchamos, de la mano, contra el sueño.

*Escritor