Hoy, la Iglesia empieza un nuevo año litúrgico, es decir, un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Se alza el telón del Adviento, cuatro domingos, como preparación para la próxima Navidad, que el papa Francisco denomina como «la visita del Señor a la humanidad». Todos sabemos que la primera visita tuvo lugar con la encarnación, el nacimiento de Jesús en la cueva de Belén; la segunda tiene lugar en el presente: el Señor nos visita continuamente, cada día, camina a nuestro lado y su presencia nos reconforta; la tercera y última visita tiene lugar cada vez que rezamos el Credo: «De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin». El evangelista Lucas nos habla hoy del final de los tiempos, de los horrores y desastres naturales, de los miedos de las gentes. A pesar de todos estos acontecimientos, se nos invita a vivir con entereza, como discípulos fieles del Señor, como servidores fieles del Evangelio. En su última novela, el escritor Manuel Vilas, nos hace una descripción del país durante la pandemia, en la que pone de relieve el panorama desolador que estamos viviendo, en uno de los monólogos del protagonista: «Durante estos días he visto en la televisión la decadencia política y moral y mental de todo un país, o mejor aún: de toda una civilización. Un estado de postración general. Incluso planetaria. Sociedades cansadas de sí mismas, con ganas de morir o con ganas de vivir en las exigencias más planas que uno pueda imaginar. Por eso se ha plantado el virus ante nosotros, porque necesitábamos un espejo; es como si lo hubiéramos llamado. No tenemos todavía capacidad para pensarnos como especie, y el virus apela a esa incapacidad, pues nos ataca a todos. Somos sociedades llenas de ancianos, en España los ancianos son millones. Lo llaman envejecimiento de la población, que es un eufemismo. Nadie quiere concebir hijos, y eso es tan monstruoso como probablemente necesario. Millones y millones de ancianos en residencias de la tercera edad, esparcidos por el primer mundo, porque en el tercer mundo la ancianidad no existe, solo existe la muerte. La invención de la ancianidad es la esencia de Europa». Ciertamente, se trata de los párrafos de una novela, pero Vilas pone el dedo en la llaga de una situación tan frustrante como pesimista. Me vienen a la memoria aquellas palabras con las que Miguel Delibes terminó su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua: «Si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocrítica y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: «¡Que paren la Tierra, quiero apearme!». Dos textos que quizás nos ambienten, al igual que las páginas bíblicas, este tiempo de Adviento. El mundo pide a gritos un poco de razón, un mucho de reflexión y toneladas de esperanza. El Adviento es el tiempo de levantarse, de alzar la cabeza, de pregustar nuestra próxima liberación, de proclamar: «¡Ya viene el Hijo del hombre, Jesús, con el poder y la majestad del amor!». Aunque la crisis continúe de muchas maneras, es hora de seguir adelante con una mirada renovada. Adviento, tiempo de espera y de esperanza, pero no con los brazos cruzados sino poniéndonos en camino hacia lo que esperamos. Adviento, como preparación para una «venida» que pide a gritos la «revolución de la ternura y del amor».

 ** Sacerdote y periodista