Seis hombres y cuatro mujeres recibieron hace unos días los Premios Nacionales de Investigación de manos de la ministra de Ciencia e Innovación, Diana Morant. De acuerdo con las estadísticas más recientes de Eurostat, esa distribución de premiados entre hombres y mujeres se corresponde bastante con la proporción de mujeres y hombres dedicados a la investigación y la tecnología en el contexto de Europa, donde el 41% de los investigadores son mujeres. Pero hay bastantes diferencias por regiones, y en España, este porcentaje es ligeramente más alto, solo superado por tres países, y llega hasta el 49%. Tampoco la presencia de la mujer es la misma en todas las áreas ni en todos los niveles o categorías profesionales. Estas asimetrías respecto de la equidad, teniendo en cuenta que algo más de la mitad de la población son mujeres, reflejan la existencia de una compleja trama de condicionantes (aparte de la maternidad y todo lo que deriva de ella) de naturaleza fundamentalmente cultural, que están presentes en el ámbito familiar, educativo, económico y político, y que sobreviven fuertemente arraigados en la psicología y el comportamiento individual a través de la tradición.

Aunque en las sociedades democráticas modernas existe bastante consenso en torno del respeto al derecho de la mujer a acceder en libertad e igualdad a todas las actividades y responsabilidades que les fueron vetadas hasta no hace mucho, así como a compartir las cargas que también se les imponían por su condición de mujer, la realidad muestra una evolución difícil en ese camino hacia la igualdad. Y la universidad, ese entorno donde se cultiva el conocimiento y se practica la ciencia en su máximo nivel, no es ajena a algunas de esas dificultades. Afortunadamente, ya quedaron atrás aquellos tiempos en que las mujeres tenían prohibido acceder a la universidad incluso en los países europeos más avanzados. Y no es que las puertas se abrieran de par en par desde el primer momento. Hasta ya entrado el siglo XX, la mujer estuvo vetada en algunas carreras. E incluso hasta mediados del siglo pasado la presencia de la mujer era puramente testimonial ente el estudiantado de algunas facultades. En la actualidad, y desde hace varias décadas, más del 55% del alumnado universitario son mujeres, aunque con una gran disparidad entre las ciencias de la salud y las ingenierías, con menos del 25% en estas últimas.

A pesar de esos comienzos esperanzadores, sin embargo, el porcentaje de mujeres que avanza en la carrera investigadora y académica dentro de la universidad se iguala ya al de hombres en el nivel de doctorado. Y se mantiene durante los períodos de formación postdoctoral y niveles iniciales de profesorado. Pero ya en el acceso al nivel de funcionariado como profesora titular, la mujer sufre un creciente retroceso con respecto a los colegas masculinos. La realidad hoy en día es que el porcentaje medio de mujeres catedráticas se reduce a un 25%, con una proporción bastante más baja en aquellas áreas con menor representación inicial de la mujer. También existe un techo de cristal sobre la carrera de la mujer universitaria. Además, ligada a esa menor proporción de catedráticas, hay también un menor número de mujeres en puestos de responsabilidad como investigadoras principales de grupos de investigación, directoras de departamento, decanas... Y también hay muchas menos rectoras. De hecho, solo hay 9 rectoras entre las 50 universidades públicas españolas. En Andalucía, la primera rectora fue Rosario Valpuesta, en la universidad Pablo de Olavide; y ya más recientemente tenemos a María Antonia Peña, en Huelva, y Pilar Aranda en la Universidad de Granada. ¿Y en Córdoba? Pues entre esas mujeres científicas que, además de ser madres, lucharon y se organizaron para hacer una tesis doctoral, dar clases, sacar adelante proyectos de investigación y avanzar desde el nivel de ayudante hasta el máximo nivel de catedrática, nuestra primera rectora de la UCO está aún por llegar.

*Profesor de la UCO